Análisis VAMPYR – Brindis por Bram Stoker
Aunque Vampyr sea tosco técnicamente, ofrece sencillez y diversión para homenajear el lado más romántico de los vampiros
Publicado en 1897, Drácula continúa despertando fascinación y curiosidad a partes iguales. El debate sobre qué pudo estimular la imaginación de su autor nunca se ha cerrado, y las hipótesis más recientes apuntan a que el folklore celta –en concreto, la figura de Dearg-due- tuvo mucho más peso que Vlad Tepes en la confección del relato.
Cuentan las leyendas que este espectro irlandés abandonaba su tumba para alimentarse de sangre humana. Las similitudes con la Bruxsa, los izulu o los wurdalak (que serían los homólogos lusos, zulúes o balcánicos, por citar otros contextos) nos colocan ante un acervo de diferentes tradiciones.
El célebre conde ideado por Bram Stoker concentraría rasgos de múltiples lugares para el mismo mito, constituyendo una composición icónica per sé. El impacto del libro “globalizó” las características intrínsecas a un vampiro, como el rechazo a la luz solar y al ajo, la imposibilidad de reflejarse en espejos o la metamorfosis en murciélago.
El carácter melancólico de estos seres también quedaría definido en la novela, al experimentar la inmortalidad como un suplicio. A posteriori, sería el matiz más olvidado en la larga ristra de adaptaciones y variantes de Drácula.
La Hammer, por ejemplo, apostaba por el terror escénico en las producciones cinematográficas de Christopher Lee y Peter Cushing. Polanski, por su lado, se decantaba por la parodia en El baile de los Vampiros (1967) -la película del gran Chiquito de la Calzada va en categoría aparte-.
Las últimas incursiones en literatura, cine o televisión se han inclinado por filtros teen (Crónicas Vampíricas, Crepúsculo) o detectivescos (Sangre Fresca, Moonlight), alejados del tono trágico original para conectar con las audiencias actuales, de gustos más ligeros y menos filosóficos. Por ello, obras como Déjame entrar (2008) son rarezas delicatessen.
Vampyr es, paradójicamente, refrescante por ese clasicismo perdido. Los chupópteros de Dontnod Ent. vuelven a una esencia lacónica, atormentados por su condición errante: la eternidad sería un martirio de sangre y oscuridad que los deshumaniza lentamente.
En el fondo, es un cuento gótico tan impecable como conservador; en las formas, un action rpg afable y meritorio, matriculado en las escuelas de The Witcher, Demon’s Souls y Mass Effect. Sumando ambas partes, resulta un producto de esos donde nada es excesivamente negativo ni tampoco deslumbrante.
Dicho de otro modo, es un título que, desde la discreción, encaja entre las creaciones que no son presupuestariamente triple A. Pero sí un aporte sólido al catálogo de su generación: un ejemplo compacto de lo que es gama media.
Sin virguerías técnicas ni mecánicas estrambóticas, Vampyr sabe gratificar el acercamiento a arquetipos –jugables y argumentales- muy trillados. Porque los sortea con un buen gusto y dignidad encomiables, como desgranamos a continuación.
Mordiscos de romanticismo
El centro del relato es un médico que, al regresar a Londres tras combatir en la I Guerra Mundial, es herido por un chupasangre. Transformado en una criatura de la noche más, no sabe controlar sus nuevos apetitos y acaba atacando a su hermana Mary.
El deseo de venganza contra su “creador” y el interés en averiguar su identidad marcarán el pulso narrativo.
Éste discurre por un festival de tópicos agradablemente tejidos. Entre ellos, el autodescubrimiento de poderes, sociedades secretas y el contacto con distintos enfoques al mismo trance (resignación, angustia, sosiego, etc.).
Es sobradamente predecible y arriesga poco, traspasando con demasiada frecuencia la delgada línea que separa la imitación del fervor por las historias de vampiros. Sin ir más lejos, los protagonistas de Drácula y el juego comparten nombre, Jonathan.
No obstante, es satisfactorio argumentalmente, aunque parezca una contradicción. Vampyr se esfuerza, según progresa, en superar el simple estatus de tributo al género fantástico-terror. Intercala los clichés con segmentos dedicados a los conflictos racistas, el sufragio femenino, la enfermedad y la entereza –el período histórico sufrió la denominada “gripe española”-. Tampoco rehúsa fragmentos humorísticos, muy british, como la carta de Bram Stoker que hallaremos.
Del global, los pasajes que brillan con luz propia son los referentes a la relación amorosa de Jonathan, marcada por su condición de vampiro. Para no desvelar más de lo necesario, tan sólo indicaré que contienen algunos de los diálogos más bonitos que he observado en un videojuego.
Con una evidente inspiración en clásicos de la literatura inglesa como Jane Eyre, Lorna Doone o Lejos del mundanal ruido, los guionistas han dispuesto mil trabas para el doctor, especialmente de tipo decoroso. El resultado es fiel al puritanismo y las formalidades de la época, con unos personajes que anteponen las directrices sociales a los impulsos afectivos.
A través de estos diálogos, genuinamente decimonónicos, es cuando tomamos conciencia de la estupenda labor de traducción al español. Es cierto que se detectan errores, consistentes en la falta de algunos acentos (“mio” en vez de “mío”) o letras (“colmilo” en lugar de “colmillo”), pero son completamente esporádicos y nada frecuentes. Después de sufrir otros rpg nefastamente subtitulados, creo que son perdonables.
Insistiendo en esa fidelidad lingüística con que se aborda la Londres de posguerra, presenciaremos expresiones muy sofisticadas. Por ejemplo, en las numerosas cartas desperdigadas, ya que Vampyr también reproduce el formato epistolar de Drácula para ampliar el universo de sus personajes.
Toca leer, y mucho, si se pretende profundizar en ellos o resolver algunos (ingeniosos) rompecabezas -como la espada de Aurelianus-. Algo por otra parte inevitable en todo buen rpg.
El único inconveniente destacable de los subtítulos sería su tiempo de exposición en las cinemáticas, en ocasiones tan escaso que no permite leerlos.
“Life is Strange”… más si eres vampiro
En base a esta previsibilidad argumental que comentamos, podéis imaginar que la profesión de Jonathan forzará situaciones con sangre a borbotones, debiendo reprimir sus instintos… O no, ya que la –parcial- libertad para solventar conflictos será uno de los mayores atractivos del juego.
Sus creadores son unos expertos en el terreno: el estudio responsable de Vampyr está detrás del estimable Life is Strange (2015). Aunque mostraron maneras en el género de la acción con Remember Me (2013) –título a recuperar, por cierto-, el equipo se mueve como pez en el agua en lo concerniente al guión, la complejidad anímica de los personajes y sus disyuntivas morales.
Dontnod Ent. ha buceado en su propia trayectoria, con la honestidad de trasladar sus puntos fuertes y/o más reconocibles a su actual proyecto. La idiosincrasia de Life is Strange está presente de una forma nada sutil, pero es justo admitir que no comparece como un recurso fácil ni machacón, sino como una adaptación de un canon (propio) narrativo.
¿Hacemos inmortal a un filántropo moribundo, que ayuda económicamente a los heridos de guerra pero da caza a los vampiros? ¿A qué paciente le entregamos un medicamento del que hay escasez? Hay un extenso cúmulo de dilemas que la aventura deja a nuestro criterio, y, sobre esas decisiones tomadas, se fabrica la evolución jugable.
Si optamos por las determinaciones éticas –es decir, no tomar la sangre de ningún ciudadano- obtendremos de ellos más misiones secundarias y mayor volumen de información acerca del lore, lo cual se traduce en armas especiales y puntos de experiencia a largo plazo.
En contrapartida, siempre estaremos en inferioridad de condiciones frente a los enemigos, lo que aumenta el grado de dificultad –especialmente con final bosses-.
En cambio, al saciar la sed y sacrificar inocentes conseguiremos de forma súbita generosas cantidades de XP y, por tanto, la inmediata adquisición de un estatus potente.
Pese a rebajarse drásticamente la dificultad a corto plazo, la desaparición de civiles conllevaría un paulatino incremento del caos, un baremo que afecta al barrio vinculado a nuestras víctimas.
Cuanto más bajo sea este índice –hay un medidor en los menús-, más peligroso será deambular por sus calles, puesto que se infestarán de robustos cazadores de vampiros para imponer el orden.
Las consecuencias del estado hostil no concluyen ahí: sólo en esas circunstancias se abrirán determinadas compuertas y accesos a suculentos ítems, aunque también se atrae a más monstruos –invariablemente superiores a nuestro nivel-, cautivados por el derramamiento de sangre…
En resumen, cualquier decisión tendrá connotaciones favorables y negativas, depositando en el jugador la responsabilidad de asumirlas.
Esta repercusión en el ecosistema de Vampyr recuerda a la red de tendencias de Demon’s Souls (2009), pero con ese énfasis en la ética que tanto gusta a sus desarrolladores y que, definitivamente, encaja con el espíritu torturado de los vampiros.
Como decimos, ceder a las tentaciones modificará el transcurso y también el desenlace del juego, que consta de cuatro posibles conclusiones. Así, alcanzar uno u otro dependerá de cómo hemos interactuado con el elenco de personajes –desde el principio hasta el final que se escoja darles-.
Porque los diálogos son capitales para Vampyr, y elegir erróneamente una respuesta nos hará perder para siempre una información jugosa, dado el caso. O, al revés, permanecer atentos a lo que dicen y escoger con tino significará una abultada inyección de puntos de experiencia.
Las conversaciones se presentan como distintas elecciones de fines muy variados, emulando a las presentes en las antologías de Mass Effect (2007-2017) o The Walking Dead (2012-2018). Algunas sólo están disponibles por tiempo limitado; cada vez que salvamos la partida transcurre una noche, con que dejar pasar muchas haría desaparecer esas charlas.
Otra de las ventajas de hablar con civiles y cumplir sus encargos es aliviar la tasa de caos. Facilitarles medicación, por ejemplo, mejora la salubridad del distrito –bajando simultáneamente la dificultad de la zona-.
Para estos favores, Vampyr acude a una dinámica muy popular en los últimos tiempos: el crafting, es decir, la recopilación de objetos para formar otro.
Con esta excusa, el juego nos propone localizar recetas y fórmulas químicas para diferentes achaques, como la bronquitis o la cefalea. Una vez aprendidas, habrá que coleccionar los componentes necesarios para elaborarlas, los cuales se encuentran en enemigos caídos, tiendas o dispersos por los escenarios.
Si tardamos en sanar a los enfermos, su dolencia degenerará en otra peor y más difícil de curar –por lo excepcional de los ingredientes a reunir-. En consecuencia, el nivel de caos se agravará y costará más remontarlo. En situaciones extremas de hostilidad –que no son inusuales-, los monstruos se apoderarían del distrito y acabarían con los ciudadanos (y sus misiones extra).
Puede que parezcan demasiados parámetros a controlar por el jugador o que abruman más que divierten, pero no es así. La heterogeneidad de tareas es entretenida, enriquece la experiencia y compensa la monotonía que sí provocan su aspecto gráfico y la tacañería artística.
Ajos y estacas en el apartado técnico
De lejos, el talón de Aquiles de Vampyr es su parcela gráfica, y, probablemente, será responsable de que un amplio número de usuarios ni siquiera le concedan el beneficio de la duda.
Si, a simple vista, luce bastante poco espectacular, en movimiento presenta -con relativa frecuencia- unas caídas de frames completamente anacrónicas. En la recta final, donde las emboscadas de 5 ó 6 atacantes son habituales, el motor gráfico agudiza esos renqueos.
Los modelados faciales tienen una expresión muy limitada y una preocupante falta de detalle, aunque se tolera mejor gracias al acompañamiento de una estupenda labor de doblaje –al inglés-, con un exquisito acento británico y unas interpretaciones muy convincentes.
Sobresale el trabajo del actor principal, Anthony Howell, quien, curiosamente, participó en la serie de tv Drácula (2013) y en la secuela de Castlevania: Lords of Shadow (2014).
Hay más deficiencias técnicas, en forma de apariciones repentinas de niebla, unos pesados tiempos de carga y un comportamiento ridículamente scriptado en la inteligencia artificial de los enemigos. Bastará con distanciarse unos metros, o cambiar de distrito a un palmo de sus narices, para que dejen de seguirnos.
Otros fallos se vincularían con el apartado artístico. La paleta de colores, coherente con las exigencias del guión, se ciñe a los tonos grises y ocres, consiguiendo un efecto tedioso en vez de lúgubre, porque no se esmera en trabajar los entornos.
Las similitudes entre la mayoría de ámbitos del juego son demasiadas, de manera que no distinguiremos Whitechapel del centro de los muelles o los alrededores del teatro, ni organizativa ni estéticamente.
Si a esto unimos la ausencia de un método de viaje rápido –como las hogueras de Dark Souls- y una alarmante poca variedad de enemigos (apenas hay una decena para todo el juego), se monta una composición peligrosamente rutinaria, que manifiesta más soltura con ingredientes narrativos que con logísticos.
Y no es que Vampyr no cuaje jugablemente. Su propuesta acude a la barra de estamina y a otra de poder vampírico, con la que regenerar salud, golpear a distancia, drenar energía enemiga y más usos que, sin dudas, condensan un sistema sólido y ágil.
Pero su toque más auténtico lo encontramos en el abanico de contingencias, en los desafíos narrativos que queramos contraer y, a fin de cuentas, en la exploración de la causa-efecto.
Concluyendo el análisis de Vampyr, estamos ante la recuperación del vampiro más clásico en una aventura que, como videojuego, despunta donde más arriesga.
La compra de habilidades con experiencia y la presencia en combate de magias y estamina no son, evidentemente, ninguna novedad; tampoco la elaboración de objetos ni la red de tendencias/caos.
Pero consigue mezclarlo todo para que su reinterpretación de los dramas interactivos sea sólida de principio a fin. Las dinámicas elegidas son una apuesta segura por su eficacia y capacidad de divertir, aunque no quedan a la altura de las secciones puramente argumentales.
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