Análisis GOROGOA – El museo del ingenio
Arte y puzles se fusionan en una experiencia muy original y agradable
La odisea de Jason Roberts para que su pequeño proyecto independiente se editara, dice mucho de la confianza que tenía en él: además de abandonar su trabajo en 2011 para desarrollarlo a tiempo completo, gastó buena parte de sus ahorros en el mismo, acudió a plataformas de financiación colectiva y se consagró en cuerpo y alma a Gorogoa durante más de seis años.
No siempre el riesgo y el sacrificio obtienen su recompensa, pero Roberts puede presumir de haberla conseguido.
Su peculiar videojuego se lanzaba en diciembre de 2017 a través de la distribuidora Annapurna Interactive (sello que hizo lo propio con otra joya de la escena indie, What remains of Edith Finch), logrando prácticamente de inmediato el respaldo de la crítica (ganó el Premio a Mejor Juego Debutante por parte de la British Academy Games Awards y acumula diversas nominaciones de los galardones más populares de la industria, como el Game Developers Choice Awards en la categoría de Innovación).
La historia tras Gorogoa es un camino de esfuerzo y tesón con final feliz, lo que tiene mérito en un mundillo poco dado a hacer hueco a la extravagancia.
Las mismas fórmulas se adaptan una y otra vez a diferentes sagas con variaciones mínimas, siguiendo la premisa de “más vale malo conocido…”; el bucle se retroalimenta del continuismo de la mayoría de jugadores y empresas, lo que indirectamente beneficiaría a las producciones que se desmarcan de esos cánones, por contraposición.
En dicho estatus se encontrarían Fez, Limbo, The Witness o la producción que más ha influido en Gorogoa a nivel anímico, Braid: el éxito de estos indies y, concretamente, el del inolvidable viajero del tiempo, fueron fundamentales para que Roberts, determinado a seducir al usuario curioso, no tirara la toalla.
Y seguro que el creativo tuvo la tentación muchas veces, pues tanto las ilustraciones que engalanan el título (y que Roberts dibujó a mano, una por una), como el esquema de juego, la estructura de sus rompecabezas y, en definitiva, la esencia de Gorogoa, surgieron de su imaginación: una labor que, sumada a los obstáculos financieros, sólo puede calificarse como titánica.
Porque materializar un concepto tan complejo como éste, bajo tantas responsabilidades, es para quitarse el sombrero, como comprobaréis si le dais un voto de confianza a esta refrescante propuesta.
El planteamiento es una insólita vuelta de tuerca a las viñetas interactivas. Nos entregan una lámina en 2D capaz de ampliarse o reducirse a través del Point & Click tradicional.
Hecho ese zoom in/out, observaremos nuevos detalles que, a su vez, pueden dividirse en un máximo de cuatro ángulos simultáneos en pantalla, sobre los que también cabe la opción de acercarse/alejarse.
La forma de avanzar será encajar estas piezas de modo que sean congruentes con la lógica del juego, por lo que habrá que investigar, viñeta por viñeta, de qué manera están conectadas.
Es difícil explicar una mecánica tan sutil y tan gráfica (recomendamos visualizar el gameplay que acompaña a estas líneas), aunque trataremos de hacerlo con un ejemplo: un lienzo muestra una salita a oscuras, donde localizamos un cuadro con una lámpara dentro; si hacemos zoom sobre él y abrimos otra casilla en la que marcamos esa lámpara, se iluminaría la estancia por la combinación de dibujos, descifrando así el acertijo.
La complejidad de los rompecabezas irá creciendo en paralelo a su capacidad para sorprender, encontrándonos con relojes que se transforman en estrellas o castillos dentro de una vasija…
La travesía por Gorogoa depara estampas memorables, resueltas con un magnífico buen gusto y con la agradable sensación de haber participado de algo exótico e irrepetible.
Pasear por sus pinturas, vidrieras, libros, periódicos y cualquier elemento del escenario, tratando de fusionar litografías, se convierte en una experiencia fabulosa que atrapa, insistimos, por su inventiva.
Los que teman encontrarse con el repetitivo “ensayo-error” pueden estar tranquilos: no es una alternativa real ni útil, ya que el número de combinaciones es tan elevado que la hacen completamente infructuosa.
El juego, así, incita a observar, a estimular la intuición y la fantasía, de una forma tan atractiva como divertida; superar los acertijos se subordina exclusivamente a nuestra perspicacia, al no haber un planteamiento argumental que proporcione pistas (de hecho no hay ni voces ni textos).
En ese sentido, el color y el aspecto de cuento infantil del apartado visual serían sus únicos valores artísticos: con la renuncia a un hilo narrativo se desperdicia la ocasión de empaquetarlo todo de una carga emotiva, aunque, a cambio, facilita la introducción de cualquier tipo de contexto.
Así, se autoconcede la mezcla de iconografía procedente de múltiples tradiciones (hinduismo, islamismo, catolicismo) con escenas por el desierto, en la guerra o las montañas, sin más conexión que el deseo de simbolizar alegría, soledad o esperanza, en un intento de abordar temáticas universales.
Igualmente, la banda sonora es tan puntual y genérica que no aporta absolutamente nada; una producción de estas características habría agradecido una música de la misma naturaleza peculiar que sus puzles, y, en ese sentido, prescindir de las partituras que Austin Wintory (Abzû, Journey) compuso para Roberts nos parece una tremenda metedura de pata.
Así, la fuerza de Gorogoa (palabra inventada por el propio Roberts, por cierto) recae en su personalidad –es decir, el ingenio de sus acertijos- y la fuerza de su mensaje, que no es otro que reivindicar la imaginación como vía de expresión cultural, comunicación y enriquecimiento personal.
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