Análisis de NieR (2010) para PS3 y Xbox 360
El placer de la contradicción
El paso del tiempo ha terminado convirtiendo a NieR en una obra de culto a través de su secuela, tal y como ocurrió con Demon’s Souls o ICO.
Ya lo dice el refranero: “unos crían la fama y otros cardan la lana”. Que el refinamiento de sus fórmulas transformase en éxitos a Dark Souls (que multiplicó por cuatro el millón de unidades vendidas de Demon’s) o llegasen secuelas espirituales como Shadow of the Colossus (doblando las cifras de ICO), provocó que muchos usuarios sintieran curiosidad por los títulos predecesores.
NieR Automata, consagrado como uno de los mejores Hack & Slash de los últimos tiempos, ha causado un idéntico efecto sobre el trabajo de Yoko Taro lanzado en 2010, cuya acogida entonces, entre prensa y público, fue bastante discreta (apenas 600k unidades vendidas a nivel mundial).
La ya extinta Cavia publicaba su última obra sin anticipar que estaba contribuyendo, decididamente, al auge de la industria nipona del videojuego, inmersa en un período de resurrección sobre sus propias bases.
La descomunal popularidad ganada en los últimos años por franquicias como Grand Theft Auto, Elder Scrolls o Fallout provocó la detracción general de producciones japonesas por contraposición. El carácter explícito del videojuego occidental, más natural y tangible, le ganaba la partida comercial al lenguaje oriental, críptico, sutil e intrincado por naturaleza.
Apostar por universos ambiguos, donde la confusión es esencia, era a priori una renuncia a las ventas masivas, pero también una honesta declaración de intenciones: los Souls e ICO no serían trabajos referenciales de haber escogido el camino fácil.
Los creativos nipones optaron por mantener sus señas de identidad antes que desdibujarse, abrazando la extravagancia, lo raruno, la singularidad (D4, Vanquish, No More Heroes, The Wonderful 101, Lollipop Chainsaw, Anarchy Reigns, Shadows of the Damned, Death Stranding, Project Zero 4, Deadly Premonition, Killer is Dead, Bayonetta, Rain, The Last Guardian, Gravity Rush, Soul Sacrifice, El Shaddai…).
Y la aventura que hoy está de aniversario también lo hizo. Entroncada con uno de los finales -el quinto- del primer Drakengard, NieR nos proponía encontrar una cura para una familiar enferma (nuestra hija en Gestalt o hermana en RepliCant, la edición exclusiva de Japón), debiendo recorrer un mundo de obvias influencias procedentes de rpgs semiabiertos como Ocarina of Time, bajo capas y capas de desolación.
No es el único paralelismo con la epopeya de Link: a las clásicas rutinas de charlar con personajes para recibir misiones secundarias (y ganar XP), o la visita a mazmorras para obtener mejoras y habilidades -con final bosses incluidos-, se une la presencia de un Grimorio parlante haciendo las veces del hada Navi, pero con una mala baba y agudeza que te arrancarán decenas de sonrisas.
Esa extraña simbiosis de humor ácido y parajes decadentes es una de las muchas señas de identidad de NieR, generando un cóctel de sensaciones contradictorias con las que busca (y consigue) labrarse su identidad.
Si la presencia de Yorda reforzaba paradójicamente el sentimiento de vacío y soledad que desprende la fortaleza de ICO, con el libro sucede igual: su compañía sólo nos recordará lo desértico y solitario que es el universo de NieR.
Y así, encontramos numerosos elementos antagónicos que se fusionan para encajar a la perfección: los páramos herrumbrosos y fracturados se exploran junto a una de las músicas más sugerentes e inspiradas del videojuego reciente (incluida en nuestro primer especial de bandas sonoras), constituyéndose como uno de los factores más sobresalientes del título.
Bellísima, emotiva y cargada de esperanza, se contrapone a la enorme dosis de pesimismo de un argumento que, en coherencia con la filosofía del conjunto, también exige ir mucho más allá de la superficie.
Del mismo modo, los cambios de plano (del estándar a la perspectiva cenital o la cámara fija) y las variantes en el propio ritmo del juego, alternando secciones de plataformas con las heredadas de Drakengard de machacabotones puro y duro, proyectan el mensaje de que el orden y el sentido de este universo residen en el caos; es la contradicción de no tener normas como única norma, de que lo impredecible es lo único seguro: la irracionalidad de su lógica.
Y ese carácter se lleva al límite, hasta el punto de lograr que un título tan mediocre en lo técnico (los renqueos pueden ser desesperantes) y tan condenadamente basto en lo jugable, sume todos sus ingredientes para componer una aventura notable. Una irónica vuelta de tuerca a la duplicidad made in Yoko Taro.
Sin ella, NieR no gozaría del carisma que tiene. Porque las demandas que impone a todo el jugador que se le acerque son altísimas, desde asumir un control y un combate muy toscos y escasamente pulidos, pasando por repetir hasta la saciedad rutinas y enemigos. Sin olvidarnos de una paciencia desmesurada para llegar a desentrañarlo, pues sus misterios, el auténtico mensaje de su discurso sobre un mundo de caos y deshumanización, no llegará hasta bien entrada la segunda vuelta.
Momento en el que llegará la recompensa: la satisfacción en forma de gigantesco WTF!, de sorpresa mayúscula, de tomar conciencia de que NieR era realmente diferente y de que aún hay sitio para el riesgo en una industria cada vez más saturada de productos clónicos.
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