Biografía del compositor JOHN WILLIAMS – La música del cine
Sergio Díaz
John Towner Williams nació el 8 de febrero de 1932 en Floral Park (Nueva York, EEUU). Fue el primero de los cuatro hijos del matrimonio de John Williams Sr. y Esther, y desde muy pequeño mostró un gusto y unas dotes para la música extraordinarios.
Su padre, percusionista en una banda de jazz, decidió matricularlo con apenas cinco años en uno de los conservatorios más prestigiosos de la ciudad, el Juilliard School.
Enseguida empezó a tocar el piano y, en muy poco tiempo, se atrevió también con la trompeta y el clarinete. No serían los únicos: terminaría dominando instrumentos de percusión, fagot y trombón. El centro educativo y el entorno de Williams lo tenían más que claro: estaban ante un joven con un don para la música completamente excepcional.
Pensando en lo mejor para él y seguir desarrollando sus habilidades, la familia aceptaría la oferta laboral realizada al padre de John y se trasladarían en 1949 a Los Angeles.
Allí visitaría por primera vez un estudio de grabación de cine de la mano de su padre, que empezó a grabar composiciones para largometrajes, y se matricularía en la North Hollywood Highschool.
La visita al estudio dejó en el chico una profunda huella, y empezó a compaginar la creación de piezas con los ensayos de la banda de su instituto. Una vez graduado, se inscribió en la Universidad de California, donde se centró en estudios de piano y composición musical.
El talento de Williams no dejaba inadvertido a nadie y algunos de los miembros del claustro de profesores le propusieron clases particulares, entre ellos el pianista Bobby Van Eps, que trabajó durante años en Broadway (también como coreógrafo) y Mario Castelnuovo-Tedesco, un compositor nacido en Florencia atraído por el cine (elaboró la banda sonora de más de doscientas películas, como Los amores de Carmen con Rita Hayworth) y la música española (destacando las incontables piezas de guitarra como Los caprichos de Goya).
Ambos empezarían a perfilar el estilo de Williams, uno donde la música debía ser más que música: movimiento y forma, un flujo de imágenes que se comunicasen a través de la partitura. Una idiosincrasia que sería uno de sus sellos más reconocibles, como demostraría años después (Parque Jurásico, Memorias de una Geisha).
Con apenas 19 años, mientras hacía el servicio militar en la Fuerza Aérea de EEUU, tuvo su primera experiencia dirigiendo un grupo musical y compuso numerosas piezas de corte militar inspiradas en Wagner: unas marchas que serían, posteriormente, el acompañamiento musical de uno de los villanos más famosos de la historia del cine: Darth Vader.
En 1955, regresó a la Juilliard School para recibir clases expresamente de Rosina Lhévinee, una pianista de prestigio internacional. En este tiempo se dedicó a ampliar su formación y a la vida familiar, ya que se casó en 1956 con Barbara Ruick, una actriz que venía de trabajar con uno de los mejores coreógrafos de todos los tiempos, Bob Fosse.
La pareja tuvo tres hijos: la primera, Jennifer (1956) es la única ajena al mundo de la música laboralmente. Sus otros dos hijos, Joseph (1960) y Mark (1958), son el cantante del grupo de rock Toto y percusionista, respectivamente.
En estos años contactó con él otro alumno de Castelnuovo-Tedesco, nada menos que Henry Mancini, considerado uno de los mejores compositores de Hollywood (ganador de varios premios Oscar, entre ellos por Desayuno con diamantes y su famosísima Moon River), así que aceptó su propuesta de tocar para él en algunas de sus bandas sonoras, como las de Días de vino y rosas (que ganó otro Oscar) y Charada, otra de las icónicas películas de Audrey Hepburn, junto a Cary Grant.
Mientras alternaba las grabaciones con Mancini y sus tareas al frente de dos bandas de música, aceptó una oferta de la discográfica Columbia para trabajar como pianista y compositor.
Este contrato supondría un antes y un después en su carrera, al colocarle en la primera fila de Hollywood con producciones de peso como El valle de las muñecas, la cinta con la que obtendría su primera nominación al Oscar, o El violinista en el tejado, con la que sí lo obtendría, por fin, el 27/3/1973.
Allí coincidiría con otro genio de la música, Michael Jackson, en la que fue su única participación en una ceremonia de la Academia de Hollywood.
Spielberg y los taquillazos
En 1972, Williams compuso la banda sonora de la que sería una de las películas más populares del género de catástrofes: La aventura del Poseidón.
Steven Spielberg ya seguía la pista del músico y, después de quedar fascinado con sus partituras para la producción de la Fox, se animó a llamarle para Loca Evasión, su primer largometraje para cine.
La incipiente amistad entre Spielberg y Williams y todos los proyectos que planeaban afrontar juntos se detuvieron en seco en 1974, cuando falleció la mujer del músico de forma repentina a causa de un derrame cerebral, preparando una escena en una película de Robert Altman, California Split; el título se tradujo en algunos países Racha de suerte, una ironía de lo más triste y desafortunada.
Después de unos meses de luto apartado del mundo profesional, decidió aceptar la propuesta de un Spielberg de lo más insistente. Su nuevo reto era una cinta de terror donde cabían escenas intimistas, y necesitaba una atmósfera que combinase la soledad del océano y las amenazas que esconde.
El compositor aceptó el reto y salió de su retiro creando una de las partituras más reconocibles de la historia del cine: Tiburón se convirtió en un fenómeno de masas, el “sello” Spielberg estaba empezando a encaramarse a la cima de Hollywood y su admiración como músico no paraba de crecer. Por sus partituras para Tiburón ganó su segundo Oscar y los primeros Grammy, Bafta y Globo de Oro de su enorme carrera.
El gigantesco éxito de la producción hizo más llevadero a Williams el trago personal por el que estaba pasando, y pasó a refugiarse en su música como forma de superarlo. Así, aceptó el encargo de George Lucas – por recomendación de Spielberg-, de elaborar las piezas de la space opera que estaba rodando, poniendo a su disposición la Orquesta Sinfónica de Londres y los mejores estudios de grabación de la época.
El resto es historia. La guerra de las galaxias arrasó en taquillas, se convirtió en una de las películas más famosas de todos los tiempos con un impacto que llega hasta nuestros días en forma de series, merchandising y numerosas secuelas y, para rematar, Williams obtendría su tercer Oscar.
Además, lograría ser la banda sonora sinfónica más vendida de la historia hasta la fecha, con cerca de cinco millones de discos vendidos.
Los siguientes proyectos de Williams también gozaron de una enorme repercusión: en 1977 participó en la archiconocida Encuentros en la Tercera Fase, dotando al largometraje de una atmósfera completamente magistral; en 1978 compuso la música para Superman, probablemente la mejor banda sonora que se haya creado para una película de superhéroes -a la vez una de las mejores cintas de la temática-, con unas melodías tan enérgicas y tan vibrantes que parecían estar contagiadas de los poderes sobrehumanos del personaje.
En ese mismo año también repitió en la secuela de Tiburón y en 1980, en la de Star Wars, confeccionando la famosa marcha militar de El imperio contraataca.
En este período, el músico recuperó el equilibrio personal y se animó a rehacer su vida privada: en el verano de 1980 contrajo matrimonio con la fotógrafa Samantha Winslow, su actual mujer, mientras asumía nuevos desafíos profesionales; entre ellos, dirigir la Boston Pops Orchestra, una de las referencias musicales de EEUU. Un cargo que ejerció hasta 1996.
Más retos y más galardones
La relación entre Lucas, Spielberg y Williams se estrechó y, además de convertirse en muy buenos amigos, formaron una especie de “bloque creativo”, involucrándose a la vez en los mismos proyectos.
De este modo, Williams puso música a las aventuras del arquéologo más famoso de la historia, Indiana Jones (1981), al cierre de la trilogía original de Star Wars (El retorno del Jedi, 1983) y El imperio del sol (1987), donde decidía refrescar su trayectoria con partituras más íntimas y dramáticas después de piezas tan fastuosas como la de E. T. el extraterrestre (1982), con la que ganó su cuarto Oscar.
Estar involucrado en los proyectos de Lucas y Spielberg conllevaba implícitamente asumir los mismos riesgos de los directores, de manera que Williams entraría, en la década de los 90, en una de sus etapas más prolíficas e innovadoras, cuajando piezas totalmente opuestas entre sí.
Por ejemplo, el dramatismo y el sufrimiento de La lista de Schindler (1993), por la que ganó su quinto premio Oscar, no tenían nada que ver con el brío de las melodías de Parque Jurásico (1993), en la que nuevamente se esforzaba por facilitarle al espectador la asociación de elementos con notas musicales.
Las portentosas partituras de Jurassic Park, que ni siquiera obtuvo nominación -probablemente debido al complejo que siempre ha tenido Hollywood con los reconocimientos a los blockbusters– recogían todo un espectro musical adaptado a la naturaleza de aquellos dinosaurios resucitados gracias a la magia del cine.
El viaje en helicóptero, un preludio totalmente ostentoso, tenía que cuadrar con la personalidad de Hammond, el multimillonario que no había reparado en gastos; la presentación de las bestias más lentas y pesadas iban acompañadas de ritmos muy corpulentos y solemnes, casi ceremoniosos; la aparición de los velocirraptores, especialmente en la escena de la cocina, presentaba tonos y melodías cambiantes, más ligeros e impredecibles, como las propias criaturas; la escena del circo de pulgas, a su vez, debía transmitir la decadencia de las falsas ilusiones, la decepción; y el tema principal, con los pelícanos despidiendo al espectador, justo lo contrario: la fuerza y la esperanza de que la vida se abre camino.
Además de continuar su alianza profesional con Spielberg, participó en producciones donde el control creativo no recaía en el director, como por ejemplo El patriota, Nacido el 4 de julio o JFK, aunque según terminaba la década de los 90, los años y el compromiso con otras actividades profesionales prácticamente lo dejaron colaborando en exclusiva con él.
Una de las excepciones la encontramos en la banda sonora de Harry Potter, cuyo tema principal, Hedwig’s Theme -presente en toda la saga- lo realizó en 2001. Fue precisamente el agotador ritmo de Spielberg lo que le impediría continuar componiendo para el popular mago después de las tres primeras películas.
Y es que el rey Midas de Hollywood estaba en uno de sus momentos profesionales más productivos: a la secuela de Parque Jurásico en 1997 le siguieron numerosas producciones de todo tipo, incluyendo las de carácter reivindicativo (Amistad, 1997), antibelicista (Salvar al soldado Ryan, 1998), fantástico (Minority Report, 2002; La guerra de los mundos, 2005), y biográfico (La terminal, 2004).
Los cambios de registro de Spielberg como director y productor, tal y como apuntábamos antes, forzaron la maquinaria de Williams, que estuvo más que a la altura con una profesionalidad e imaginación totalmente impresionantes.
Por ejemplo, las notas pícaras y socarronas de Atrápame si puedes (2002) y la sobriedad de Munich (2005) contrastaban con la suntuosidad de Memorias de una geisha (2005), uno de sus álbumes más desconocidos pese a la enorme calidad de unas bellísimas piezas llenas de elegancia, sensualidad y misterio.
Por ambos trabajos recibió una doble nominación al Oscar; probablemente, y sin desmerecer al ganador del premio (Gustavo Santaolalla, posteriormente compositor del videojuego de The Last of Us de PlayStation 3-4), la división del voto jugó en su contra y no obtuvo galardón para ninguna de sus magníficas bandas sonoras.
El regreso de la saga Star Wars volvió a ponerle al frente de producciones de George Lucas, firmando para él nuevas fanfarrias con el tono épico e inconfundible que caracterizaba al universo de Luke Skywalker; aunque el resultado de las precuelas generó críticas de todo tipo, el apartado musical fue elogiado por unanimidad, destacando especialmente las piezas relativas al cierre de La Amenaza Fantasma.
Méritos dentro y fuera del cine
Además de realizar la música de más de 150 películas, John Williams ha compuesto para series de televisión e incluso cuatro olimpiadas: Los Angeles (1984), Seúl (1988), Atlanta (1996) y Salt Lake City (2002).
Igualmente, ha recibido encargos tan selectos como himnos para el centenario de la Estatua de la Libertad, el 350 aniversario de la ciudad de Boston y casi un centenar de composiciones sinfónicas alejadas del cine; un medio que Williams reconoce que no consume en exceso, al menos presencialmente (“no he desarrollado la costumbre de comprar una entrada y meterme en una sala”, afirmaba en una entrevista a comienzos de siglo).
Para este genio de la música, el séptimo arte puede ser muy limitante: “cuando escribo [música] fuera del cine, siento que puedo ser más experimental, más creativo y ponerme a prueba sin cargar con el pasado”.
Para él, los premios tienen una importancia menor y siempre ha afrontado cada encargo con la mayor modestia. Los más cinéfilos conocerán de sobra la anécdota de La lista de Schindler, cuando Williams le dijo a Spielberg que había mejores compositores que él para aquella película, y el director le respondió con un: “los hay, pero ya están muertos”.
Que su alianza con pesos pesados como Spielberg le haya reportado una popularidad mundial es un hecho, pero sus melodías habrían brillado igualmente sin él. Su obra tiene un carácter tan enérgico, poderoso y sinfónico, con un sentido del espectáculo tan formidable, que es absolutamente único y genuino.
Gracias a eso, su nombre está escrito con letras de oro en la historia del cine: más allá de ser la persona con más nominaciones a los Oscar (52) después del legendario Walt Disney, de sus 4 Globos de Oro, 22 Grammy, de reconocimientos internacionales… John Williams es el maestro que nos hace identificar al arqueólogo más famoso del mundo con apenas unos compases, a tiburones enormes, gigantescos dinosaurios, tropas imperiales de una galaxia muy muy lejana, superhéroes que no son ni un pájaro ni un avión…
Y consigue que reconstruyamos en nuestra imaginación no solo aquellas aventuras y aquellos personajes de la gran pantalla: también nuestro propio yo del pasado, permitiéndonos viajar a través del tiempo… a otros tiempos.
La biografía de John Williams siempre dirá que fue músico, compositor, y yo añadiría genio: uno capaz de hacer magia con la música, de hacer aún más grande el cine y llenarnos de maravillosos recuerdos que siempre formarán parte de nosotros.