Opinión: ¡Quiero mi DEEP DOWN!

Lo que el hype se llevó

 

Febrero de 2013. Se presenta la nueva consola de sobremesa de Sony, PlayStation 4. Con ella, Killzone Shadow Fall, un plataformas con una simpática mascota de nombre Knack, un Dual Shock con luces incorporadas y panel táctil, una iteración de Infamous, Driveclub, una demo técnica de Quantic Dream con un mago… ¿Os acordáis? Parece mentira, pero han pasado muchos años de todo aquello.

Lo cierto es que fue una puesta de largo extensa pero tremendamente conservadora, con poco margen para la sorpresa. Es decir, se apostaba sobre seguro con los previsibles juegos de velocidad, shooters, acción y tratando de no cerrarse a ningún público, reuniendo tanto productos de énfasis cooperativo (Destiny), como familiar (Knack) y también narrativo (el cacareado avance de Square-Enix): una máquina para gobernarlos a todos, como manda el buen márketing.

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Entre los títulos presentados, hubo dos que particularmente me llamaron la atención: el último proyecto de Media Molecule, Dreams, y la primera apuesta de Capcom para la generación, Deep Down. Aquí es donde hay que meter las risas enlatadas, cual secuencia de Friends.

El primero venía avalado por el buen hacer de los responsables de los Little Big Planet: juegos divertidos con un elemento poco común, la creatividad. Todavía hoy estamos esperando su lanzamiento, aunque al menos sabemos que llegará: se encuentra en early access y la comunidad ha vuelto a hacer gala de su imaginación y talento, con sendas recreaciones de Mario 64, Final Fantasy VII o la mítica demostración de Silent HillsPT.

La libertad de la que vamos a gozar manejando todas sus posibilidades, mientras admiramos los trabajos de los demás usuarios, bien merece que sigamos esperando este interesantísimo proyecto. El nombre le viene que ni pintado: facilitando la interacción entre aficionados, estimulando las dotes creativas y alargando al infinito su vida útil, Dreams se postula como un verdadero sueño hecho realidad.

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Por su parte, la propuesta de Capcom optaba por la trillada ambientación medieval-fantástica, pero no por ello menos efectiva. Antes del teaser, se habló largo y tendido del motor que emplearía el juego reemplazando al MT Framework de Lost Planet 2 y Resident Evil 5, el prometedor Panta Rhei.

El vídeo avanzaba un intenso combate contra un dragón, desplegando efectos lumínicos a cascoporro, luces y contraluces, partículas y una imperiosa necesidad de jugarlo; el aroma a Souls y al por entonces reciente Dragon’s Dogma -por cierto, una joya no lo bastante reivindicada-, animarían a cualquiera a poco que le guste el género.

En resumen, sería una alternativa nada sorprendente pero muy jugosa, porque sus bazas suelen dar como resultado un traje a medida: acción, aventuras, espadas y dragones. ¿Qué cojones (con perdón) podría fallar?

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Esperando estoy una respuesta todavía. No me lo explico.

Con un descaro cada vez mayor, las compañías informan de propuestas en un estado tan prematuro que se alargan demasiado en el tiempo, desesperando al jugador más paciente; también pueden ser proyectos que cambien dramáticamente de forma y hasta fondo, o que directamente se cancelen, sin más justificación. Hay casos muy sonados cada cierto tiempo, que vuelven a sacar a la palestra el mismo tema regularmente: ¿por qué anunciar como juego lo que no es más que un tráiler?

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Final Fantasy VII se presentó como remake en el E3 2015 (y no hemos obtenido fecha de lanzamiento hasta mitad de 2019), en una clara estrategia comercial que buscaba inclinar la balanza de la generación a favor de PS4.

Tendría cierta lógica desde una perspectiva comercial –donde la ética ni está ni se le espera-, pero ¿cómo se justifica en juegos que no son más que apuestas desconocidas, como Wild –del que sigue sin confirmarse fecha-? ¿No es contraproducente una publicidad tan negativa a base de continuos retrasos?

Ejemplos comentadísimos los tenemos a pares, desde los surrealistas catorce años de Duke Nukem Forever, hasta los casi cuatro de Scalebound, encima cancelado. Las consecuencias de desarrollos tan precipitadamente anunciados y fatigosamente aplazados suelen ser múltiples y rara vez positivas; por un lado, generan un enorme recelo entre amplios sectores de los consumidores, que cuestionan su calidad y dan por seguro que el producto reflejará los altibajos del desarrollo.

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Hoy, donde las redes sociales juegan un papel muy, muy elevado, esas corrientes tienen barra libre para, si no sentenciar, complicar y mucho la carrera comercial de un lanzamiento; aunque, todo sea dicho, depende de quién venga ese título. No nos engañemos: la doble vara de medir nunca deja de estar presente en ningún ámbito, y menos en un mundillo donde grupos de hooligans defienden su “marca” con uñas, dientes y joysticks como si fuesen accionistas mayoritarios.

Es verdad que los diversos retrasos de Uncharted 4 o Red Dead Redemption 2, dada la envergadura de ambos juegos, podían relativizarse; pero no es menos cierto que los recursos tras los “Triple A” no son los predominantes en la industria. Y, sin embargo, se democratizan las exigencias: los atrasos en Rime (más de tres años y medio) para algunos listillos sólo podían explicarse desde la convicción de estar fraguándose una mediocre imitación de ICO

Y, siguiendo con estas filias y fobias, las demoras suelen ser coartadas perfectas para arremeter contra ciertas compañías por sus prácticas y políticas, arrollando producciones que merecían bastante mejor suerte comercial o, al menos, no ser un batacazo completo.

En esa línea podríamos ubicar a Mass Effect Andromeda, víctima de un verdadero linchamiento con el que parte de la comunidad pagó su desencanto hacia la tercera entrega; los retrasos y la posterior proliferación de memes basados en contadas animaciones lo sepultaron prácticamente de inmediato, al generalizarse una impresión equivocada.

Tres cuartos de lo mismo con Anthem, todavía más lapidado por los cortes en el estreno, el siempre polémico downgrade y fallos técnicos en forma de cuelgues, acentuando la complicada situación de Bioware (que dejamos para otro artículo de opinión…), y desilusionando a muchos de los que habían aguantado con resignación los diversos retrasos.

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Otro de los efectos más habituales es la sensación de que la espera no ha valido la pena: Kingdom Hearts III es el último caso en levantar furiosas críticas entre los fans, al tropezarse con un título incapaz de gestionar su propio legado.

Decisiones incomprensibles como reducir a la mínima expresión el peso de los personajes de Final Fantasy, o mostrar un epílogo impostado y brusco, han reabierto las viejas heridas que Square-Enix se encargó de infligir con el Príncipe Noctis y FFXV: producciones postergadas una y otra vez que debutan con fallos conceptuales de tamaño familiar (como contar parte de la trama fuera del propio videojuego).

Cuesta creer que estudios de tal categoría los cometan, pero ahí están, en la larga lista que compone la mala praxis del hype: la necesidad de generar contenido, de darle visibilidad al trabajo propio en una industria tan ferozmente competitiva, fuerza movimientos realmente torpes, como enseñar algo tan precoz que después el público quizá no reconozca y lo rechace, o haya asumido expectativas inalcanzables.

Quantum Break de Remedy, por ejemplo, debutaba en primavera de 2016 después de enseñar sus primeros compases en 2012; tirando de Google puede comprobarse una profunda transformación estética, con algunos cambios tan curiosos como encontrarnos con que la vestimenta de los enemigos -en la versión final- es muy similar a la del protagonista en los primeros vídeos…

Y no es el único: los teasers originales sugerían arcos narrativos antagónicos para distintos personajes controlables, cosa que finalmente no sucedió, así como un decidido énfasis en la acción que evocaba al legendario Max Payne de la propia desarrolladora; sin embargo, Quantum Break haría un gigantesco hincapié en el guión, al plantear una originalísima fusión entre videojuego y serie de tv de imagen real, desconcertando (para mal) a buena parte de la audiencia.

Quizá se equivocaron en la manera de presentarlo como sucesor espiritual de mr. Payne (centrándose en la parte shooter para llegar al mayor público posible), o, simplemente es uno más de esos juegos incomprendidos, pero tampoco le ayudó un agotador periplo de años por numerosos E3, Gamescom, Game Awards, etc., que le pasaron factura en forma de desgaste hasta su estreno.

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Evidentemente, no todos los desarrollos complicados culminan en un trabajo notable sin el respaldo merecido: también abundan los bodrios que alimentan esa pérdida de credibilidad en las producciones retrasadas. Tal es el caso de Mighty No.9, el decepcionante relevo de Megaman estrenado allá por 2016 tras más de tres años de bailes de fechas; un traspiés más que sonoro en la dilatada carrera de Keiji Inafune (productor entre otros de Onimusha y Zelda: The Minish Cap), que ponía sobre la mesa el debate sobre la gestión de fondos en plataformas como Kickstarter.

El asunto proyecta hasta qué punto la confianza del consumidor es extremada (y legítimamente) frágil, porque, haciendo suyo el lema de “no tropezar dos veces con la misma piedra”, tiende injustamente a meter a todos en el mismo saco. Estas últimas semanas, por ejemplo, no se daba un duro en foros por Bloodstained, pensando que sería otro Mighty No9; y, de igual modo, el escepticismo sobre Shenmue III ha vuelto a dispararse con el enésimo retraso…

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También es cierto que determinados cambios de fecha obedecen a simples estrategias de mercado; reubicar un lanzamiento puede mejorar sus cifras de ventas al huir de las aglomeraciones, aunque estas buenas intenciones no siempre se cumplen: Days Gone cambió una última vez su día de estreno a finales de este pasado abril “para ser pulido al máximo”, y debutó rodeado de una fuerte controversia por los bugs presentados…

Al final, la casuística es tan amplia y compleja que, a modo de conclusión, no hay forma de averiguar cuándo un retraso nos beneficia como consumidores, siempre que dicho retraso sea razonable.

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Porque, al final, tenemos de todo: conflictos internos en los estudios que afectan a su rendimiento (Aliens Colonial Marines), coladas en toda regla para suscitar el interés (teaser de Metroid Switch), proyectos demasiado ambiciosos sujetos a vaivenes financieros (The Agency), desarrollos para un público tan específico -y minoritario- que se relegan indefinidamente (Pikmin 4 va camino de ser el nuevo The Last Guardian) o por la más que posible pérdida de confianza en sus posibilidades de éxito (Tekken X Street Fighter; Skull & Bones). Como también aplazamientos que supieron compensar la espera con un magistral acabado (Horizon Zero Dawn, Breath of the Wild, Alan Wake, Resident Evil 4).

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Dudo que alguna vez sepamos en qué categoría habríamos colocado a Deep Down, si desastre o éxito: cualquier editora es plenamente consciente de que esos plazos tan desmesurados son carne de haters, fortísimas campañas de rechazo y una predisposición negativa muy difícil de remontar, así que seguramente se marquen un Agent a lo Rockstar y hasta luego Lucas.

Cuando los atrasos son excesivos, se rompe el equilibrio entre los tiempos (lógicos) que marcan los estados de desarrollo, los que rigen los intereses comerciales y la receptividad del usuario: a fin de cuentas, somos nosotros los que compramos videojuegos, y hay una delicada línea entre avanzar un nuevo título y tomarnos el pelo. El dinero que bien nos cuesta merece un mínimo de respeto.

Donde sí podríamos incluir a Deep Down es en el saco de las falsas promesas que nunca fallan en las presentaciones de cualquier sistema. Una tónica contra la que poco puede hacerse, ya que jugar con las expectativas, alimentar el hype, es en sí mismo parte del negocio. Que se lo digan al maestro Kojima.

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Sergio Díaz
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