In Memoriam: Homenaje a Alfonso Azpiri (1947-2017)

Del papel al corazón

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Uno de los comentarios más repetidos en foros y redes, cuando se hizo pública la pérdida de Azpiri, fue “el chasco que te llevabas al probar el juego, luego no tenía nada que ver con la portada”.

Efectivamente, Alfonso Azpiri (Madrid, 1947-2017) era un artista capaz de hacernos ver mundos de fantasía donde sólo había líneas y puntitos. En una época donde el videojuego se cargaba lentamente antes de arrancar, desvelando poco a poco su cabecera, la impaciencia se agitaba con esas ilustraciones de ensueño, que anticipaban una aventura trepidante e intensa.

Eran tiempos donde la artesanía lo impregnaba todo. Los casetes iban acompañados de libritos que explicaban no sólo la funcionalidad de las teclas o la instalación, sino también historias y relatos sobre los personajes.

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Se buscaba la complicidad del jugador a través de la imaginación, para salvar las limitaciones técnicas. Y, en esa ecuación donde la ilusión era un factor esencial, Azpiri brillaba con luz propia. Sus dibujos desbordaban a veces sensualidad y otras, energía, pero siempre talento: uno inconfundible, tan singular como su mismo apellido. Un sello propio, labrado a base de mucho trabajo e inventiva.

Sólo para la industria nacional elaboró más de 200 portadas, reunidas en el libro Spectrum. El arte para videojuegos de Azpiri (2009); algunas absolutamente míticas, como Abu Simbel Profanation, Viaje al Centro de la Tierra, Tuareg, La Corona Encantada o Rocky. También son sobradamente conocidas sus aportaciones al cómic, destacando Lorna y Mot –que propició una serie animada- por su proyección internacional.

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Sus méritos le valieron, entre otros, el Premio RetroMadrid 2012 y el Premio Oso 2015 de Expocómic, donde le definieron como “uno de los pinceles más importantes de España”; sus inquietudes artísticas le llevaron incluso al mundo del cine (suyos son los diseños de El Caballero del Dragón de Fernando Colomo), tras colaborar en publicaciones italianas de más de doscientas páginas mensuales, un mérito que dice mucho sobre la productividad del ilustrador.

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Mirando atrás, claro que me identifico con la frase del comienzo de “menudo chasco”. La infancia es el período donde la imaginación está a flor de piel, y contemplar una carátula espectacular te desborda las expectativas.

Todos los que estáis leyendo este post seguro que comprasteis un juego sólo por la portada de este genio; no había apenas difusión ni información en aquel entonces, y esa cabecera era el principal reclamo en el momento de elegir dónde gastar las 900 pesetas, tan minuciosamente ahorradas.

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Ahora las circunstancias son otras. Estamos saturados a datos, trailers, gameplays y avances de cualquier título, hasta meses antes de que se comercialice; la incertidumbre ha dado paso a la eliminación -prácticamente- del factor sorpresa, y con ello, ha desaparecido la aureola de encanto (casi misterio) que rodeaba el viaje a la tienda y la elección de compra.

Por supuesto que, entre el desconocimiento total y saber a qué atenerse, es preferible lo segundo para evitar decepciones y gastos innecesarios. Pero, entre un término y otro, debe (debería) haber un punto medio.

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Los manuales son parte de las ediciones más limitadas y exclusivas; el exceso de información destripa mecánicas, situaciones y giros; los diseños y presentaciones tienden al convencionalismo, al riesgo mínimo, a lo funcional y anodino para cubrir el expediente…

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La pérdida de Azpiri nos retrotrae, de facto, a un tiempo que no tiene por qué ser necesariamente mejor –para según qué opiniones-, pero sí distinto. Más sugerente que explícito, y, sin embargo, más auténtico; anterior a la masificación del sector, los pases de temporada, las cajas con código en vez de disco/cartucho o las 4K…

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Un período donde lo importante era, sencillamente, la diversión. El maestro lo tenía claro cuando declaró: “que un juego no se venda si no se mueve el pelo de la ceja cuando hace viento… Es exagerado. Los juegos deben ser jugables”.

Con Azpiri se marchaba no sólo un hombre tremendamente culto (se formó en piano, por ejemplo, antes de dedicarse a la ilustración) y cercano, al que le encantaba intercambiar anécdotas con sus seguidores en firmas de libros y eventos; también se fue un creativo portentoso, que ha dejado una huella imborrable con sus trabajos en nuestros recuerdos.

A través de ellos volveremos a un pasado donde la tele sin mando a distancia, los cromos, el pan con chocolate o los tebeos nos hacían felices; cuando la imaginación nos convertía en héroes a través de un dibujo.

Sergio Díaz
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