LOS MENSAJES PSICOLÓGICOS DE QUÉ BELLO ES VIVIR LA PELÍCULA DE NAVIDAD POR EXCELENCIA ()

¡Qué bello es vivir!, curiosidades, reseña y mensajes psicológicos de la película navideña por excelencia

Porque James Stewart y el ángel sin alas vuelven siempre a casa por Navidad

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Turrones. Jueguitos navideños. Los niños cantando la Lotería el 22 de diciembre. Decorar la mesa con el mantel bueno (no el de plástico de todos los días). Hacer guisos imposibles que a nadie le gustan pero hay que ponerse sibaritas. Cuñados y cuñadismos políticos en las reuniones familiares. Mariah Carey dándolo todo… Sí, amigos. La Navidad está aquí. Y en esos ritos y tradiciones navideños, no puede faltar uno de los más reconfortantes y entrañables: la cita cinematográfica con ¡Qué bello es vivir! Si hay una película de Navidad atemporal y mágica, esa es por méritos propios la cinta protagonizada por James Stewart.

Hoy vamos a repasar curiosidades y datos de ¡Qué bello es vivir!, para que sepáis más de un clásico del cine con mayúsculas. Y también vamos a profundizar en su importantísimo mensaje psicológico. Así de paso le calláis la bocaza al plasta de turno en vuestra Nochebuena cuando os diga que “vaya peñazo una película en blanco y negro”.

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El contexto histórico de ¡Qué bello es vivir!

El momento en que se fragua ¡Qué bello es vivir! es francamente complejo. La sociedad ha encadenado, a nivel mundial, acontecimientos catastróficos y durísimos.

El crack del 29 se llevó por delante la economía de muchísimas personas, dejando en la estacada a multitud de particulares y empresas y, consecuentemente, obreros y gente de a pie.

En Europa, donde las consecuencias de ese dominó económico también se dejaron notar, teníamos nuestra propia y sangrienta guerra civil española como antesala de una dictadura militar, mientras el fascismo campaba a sus anchas en el viejo continente. En medio, se producían pérdidas de colonias y cruentas guerras de independencia, como la de Irlanda en la década de los años 20 de 1900.

La Segunda Guerra Mundial no tardó en aparecer, prolongándose de 1939 a 1945. No olvidemos que su final se aceleró con el lanzamientos de bombas atómicas en Japón, conformando uno de los episodios más sombríos y terribles de la historia de la humanidad.

Así las cosas, la gente necesitaba sacar fuerzas de flaqueza. Asumir los horrores de la guerra, cerrar heridas para recomponerse de tantísimas confrontaciones, y de ese lado tan turbio y oscuro que puede albergar la condición humana. Hacía falta ilusión. Esperanza.

Y ¡Qué bello es vivir!, una vuelta de tuerca al señor Scrooge y los cuentos de Navidad de Charles Dickens, encajaban como un guante en esa necesidad. Porque ¡Qué bello es vivir! rezuma no solo espíritu navideño, sino esperanza.

El mayor regalo

El autor del relato en que se basó la película era Philip Van Doren Stern. Aquí encontramos el primer elemento que hace de la intrahistoria de ¡Qué bello es vivir! otro relato genuinamente navideño. Su cuento The Greatest Gift (El regalo más grande, según se tradujo en España) no fue comprado por ninguna editorial, y lo rechazaron una tras otra.

El autor lo escribiría en 1938 tras un sueño muy profundo, que transcribió casi como un borrador. Lo fue perfeccionado y enriqueciendo hasta rozar las cinco mil palabras. Para 1942 empezó a buscar una editorial que lo publicase, con la intención de rendir homenaje al citado clásico de Dickens y conmemorar los cien años exactos de su publicación (Cuento de Navidad data de 1843). Quizá no supo venderse o se malinterpretó este homenaje, pero el caso es que no gustó entre los editores.

Fue todo un chasco para él, que contaba con una pequeña edición dada su experiencia en el sector. Y es que, durante la Segunda Guerra Mundial, trabajó estrechamente con medios de prensa escritos confeccionando manuales de tamaño bolsillo para soldados, así como recopilatorios de cuentos.

Philip Van Doren Stern decidió, entonces, convertir su fábula en una felicitación navideña. Una especie de folleto troquelado, absolutamente artesanal y hecho con todo el cariño para sus amigos. El mayor regalo que podía hacer con aquel cuento fallido: compartirlo y que otros lo disfrutasen. Empezó a prepararlo con meses de antelación y envió un total de 202 felicitaciones desplegables en las Navidades de 1943 por todo el país.

La tarjeta causó sensación entre los amigos y familiares de su Brooklyn y Jersey natales. Uno de los receptores de la postal navideña la mostró durante una reunión, despertando la curiosidad de todos los invitados. Entre ellos se encontraba la esposa de un socio de los estudios RKO, quien le contó la historia a Charlie Koerner, el presidente de la compañía. Koerner quedó fascinado y no tardó en comprar los derechos para adaptar El regalo más grande a película. Lo haría en abril de 1944 por diez mil dólares de la época.

En paralelo, el pequeño cuento se preparaba para darse a conocer en formato papel. Varias revistas y magazines lo compraron para publicarlo en fechas navideñas, y finalmente una editorial lo adquirió para convertirlo en un libro ilustrado. Así, y con el nombre de El hombre que nunca nació, el cuento se publicó a tiempo de las navidades de 1944.

Una historia para recordar

Para esas fechas, la RKO ya le había mostrado un primer guion a Cary Grant, que sí se mostró interesado en interpretar al personaje central. Hasta tres guionistas le metieron mano al proyecto. Uno de ellos fue nada menos que Dalton Trumbo, el guionista de Vacaciones en Roma (por la que ganó el Oscar), Espartaco, Papillón y Johnny cogió su fusil, por citar solo algunos pelotazos. Pero, por diferentes factores, la película no tomaba forma y no se materializaba.

Fue entonces cuando Frank Capra se animó a hacer una oferta por los derechos en manos de la RKO. Según explicó el cineasta en su propia autobiografía, aquel relato “era la historia que había estado buscando toda mi vida. Porque trataba de un buen hombre tan atareado ayudando a los demás que la vida parecía pasarle de lado, sin rozarle. Y eso le desalienta tanto que desea no haber nacido nunca. Consigue su deseo, y a través de los ojos de un ángel de la guarda, ve cómo habría sido el mundo si no hubiese nacido. ¡Qué idea! De esas que, cuando ya sea anciano, se recordará y se dirá: ¡Capra la hizo real!”. Y no podía llevar más razón.

El empeño de Frank Capra (Sucedió una noche, Arsénico por compasión) por rodar una película tan amable guarda una estrecha relación con el contexto social que hemos descrito unas líneas atrás. El primero que necesitaba recuperar la esperanza era el propio Capra. Condecorado en la Segunda Guerra Mundial, el director de cine de origen siciliano y raíces profundamente católicas acababa de inaugurar su propia productora, la Liberty Films, junto a otros dos titanes del séptimo arte. Por un lado, George Stevens, director de El diario de Ana Frank, Gigante y la también bellísima Un lugar en el sol. Y por otro, William Wyler, director de Horizontes de grandeza y Ben-Hur. Casi nada.

Tras dirigir documentales de guerra, Capra se encontraba en un estado interno confuso y caótico. La transformación de la guerra le había removido sus cimientos psicológicos y convicciones. Ahora necesitaba proyectar sus ideales con una historia que le reconciliase con todo. Buscar el lado bueno entre los rescoldos de la guerra. Y aquel guion se lo ponía en bandeja. Hecha la puja y ganada, ahora solo quedaba dar con la encarnación del sufrido George Bailey.

El americano ideal

La elección era tan obvia como acertada. Dos de las mejores películas de Capra antes de marcharse a la contienda tuvieron a James Stewart como protagonista: Vive como quieras y Caballero sin espada, de 1938 y 1939.

La imagen pública de James Stewart era el calco de lo que necesitaba un cuento como este: personificaba la honestidad, la integridad, la afabilidad. Humanidad.

Pero, además, tras la Segunda Guerra Mundial, James Stewart representaba al héroe de guerra. Un ejemplo de patriotismo y fortaleza moral.

Y es que, si alguien podía entender el estado anímico por el que pasaba un superviviente de la guerra, era otro superviviente de la guerra. En este caso, tanto Capra como Stewart lo eran.

Ambos sufrían estrés postraumático, lo que se traducía en desórdenes del sueño, fuerte sentimiento de culpabilidad por los compañeros caídos y los civiles que habían asesinado en diferentes bombardeos, angustia, irritabilidad… El tormento interior que arrastraban les tenía constantemente divididos entre el remordimiento y el sentido de haber cumplido con el deber. Los sentimientos a flor de piel de Capra y Stewart era lo que necesitaba un personaje como George Bailey. En cierto modo, no interpretó. La vulnerabilidad y humanidad del personaje eran las del propio actor.

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En busca de unas alas

Hay que ser de piedra para que la historia y las interpretaciones de ¡Qué bello es vivir! no te conmueva un mínimo. El guion nos relata cómo el extravío de ocho mil dólares pone contra las cuerdas a George Bailey, que llega a una situación límite de pensar que su quiebra también va a cargarse la economía de sus vecinos, los habitantes del idílico pueblecito Bedford Falls.

Cuando decide quitarse de en medio, un ángel evita su muerte con el propósito de ganarse las alas. Será entonces cuando le muestre al empresario cómo sería la vida de sus seres queridos si él jamás hubiese nacido…

Los espectadores presenciaremos escenas para el recuerdo, como la infancia de la familia Bailey y los flashbacks de la tienda, o las secuencias de la futura señora Bailey.

El final de la película, con el tintineo de las campanas indicando que el ángel ya ha conquistado sus alas definitivas, es simplemente maravilloso. Es esa esperanza que buscaban Capra y Stewart tras la guerra, y que definitivamente encontraron en una película cuyo mensaje de solidaridad resulta imperecedero.

Para Capra, “fue la mejor película que había hecho. Pensé, de hecho, que era la mejor película que nadie había hecho jamás. Era la película que siempre quise hacer. Desde que miré por vez primera tras una cámara de cine. Porque era una película para los cansados. Para los descorazonados. Los deilusionados. Borrachos. Drogadictos. Prostitutas. Para los presos tras los barrotes de una cárcel, o tras la cárcel del Telón de Acero. Una película para todos. Para recordar que ninguna persona es un fracaso”.

El mensaje psicológico de ¡Qué bello es vivir!

En esa última frase radica el verdadero valor, al menos para mí, de ¡Qué bello es vivir!

Hay que andarse con pies de plomo en estas fechas navideñas, que pueden ser muy duras y amargas para muchísima gente. Que todo el mundo esté de celebración con fiestas, reuniones y guateques mientras una persona está atravesando una situación personal difícil, la hace todavía más dolorosa. El sufrimiento se radicaliza, el aislamiento se pronuncia más y los pensamientos catastrofistas se multiplican.

En Navidad, los recuerdos se amontonan. Épocas pasadas que no volverán, personas que ya no están o han dejado de formar parte de tu vida, baches personales (situaciones laborales estresantes, conflictos familiares) se sienten aún más cuesta arriba… Y todo eso se exacerba cuando el brilli brilli y los villancicos inundan las calles. Es como si no se pudiera escapar de unos festejos para los que la persona en cuestión no está preparada ni le apetece.

¿Cuál es el aporte, entonces, de ¡Qué bello es vivir! desde una perspectiva emocional y psicológica en unas fechas tan complejas como las navideñas? Hay lecturas de su mensaje con las que no estoy para nada de acuerdo. Por ejemplo, en salud mental, es crucial poner límites. El espíritu navideño y la tradicional moral católica nos invitan a perdonar siempre y hacer borrón y cuenta nueva.

Esto es algo que me chirría y que no comparto en absoluto. No por una cuestión de orgullo ni altanería, pues sería un asunto en tal caso de ego mal gestionado. Simplemente, hay relaciones y actitudes que no contribuyen en positivo por más intentos que se le den a la otra parte. Y eso no puede perpetuarse en el tiempo, si no queremos destrozar nuestra propia salud mental.

Por tanto, las presiones que se reciben en Navidad para “suavizar” esas tensiones -y a costa de ningunear los sentimientos de la persona (“no fue para tanto, no seas rencoros@, hay que olvidar” y un largo etcétera de manipulaciones)- pueden ser causantes de autopercepciones de culpabilidad. Por ello, cuidado con ceder a chantajes emocionales, sobre todo en estas fiestas.

Más allá de lo teológico

Así, no es ese espíritu de comamos mantecaos y olvidemos los embolaos lo que, precisamente, reivindicaría de la película. En ¡Qué bello es vivir! hay todo un recital de valores que van más allá de cuestiones puramente religiosas (no en balde, la película realza la fe en Dios como puntal). Son esa variedad de reacciones y contenidos subliminales los que hacen apto al largometraje para cualquiera, con independencia de sus creencias religiosas.

El más evidente es el mensaje de la unión hace la fuerza. La solidaridad es clave en una sociedad cada vez mejor comunicada pero más aislada, paradójicamente. El egoísmo es la antítesis del humanismo, que entiende las relaciones como un beneficio común y mutuo.

Esto le costaría más de un disgusto a la productora, pues informes del FBI manifestaban que ¡Qué bello es vivir! escondía un mensaje comunista. Según estos expedientes, la imagen nefasta de los banqueros en el film era propaganda comunista de tomo y lomo pero, por suerte, aún no estaba el macartismo haciendo estragos para cargarse la película.

De eso ya se encargó en España el caudillo, que le asestó un recorte para su estreno en España (en marzo de 1948) de nada menos que siete minutos a la película, fulminando todas las menciones a la cooperativa de viviendas para gente humilde que dirige Geoge Bailey. Qué bello es ser dictador, ¿a que sí?

Porque nadie es un fracaso

Hay más mensajes reseñables y que conectan a la cinta, de nuevo, con la Segunda Guerra Mundial. No tirar la toalla cuando las cosas se tuercen y resistir frente a amenazas más poderosas (nazis) es otro de los mensajes más obvios y más valiosos.

Pero, de todos ellos, me quedo con el mensaje que antes apuntábamos. Uno que no entiende de culturas, religión, de edades… Y es crucial en salud mental: nadie es un fracaso.

Esto me parece vital en un mundo tan competitivo, con tantísimas presiones sobre estudios, sueldos, estándares estéticos, exigencias de cuerpos normativos, estatus, expectativas… Estamos sometidos constantemente a filtros y más filtros. A las etiquetas que algunos se empeñan en poner, olvidándose de que cada persona es única. Olvidándose de que tiene sus circunstancias, sus debilidades y también sus puntos fuertes. Y eso vale más que cualquier comparativa, estadística, expectativa o etiqueta que otro quiera poner.

Mentalizarnos y asumir que tenemos defectos es un baño de humildad que necesitamos hacer para ser conocedores de nuestro errores (y tratar de no repetirlos), y también de nuestros límites.

Pero recordarnos a nosotros mismos en qué somos buenos, que somos irrepetibles y que también hacemos cosas bien, es igual o más importante. No somos lo que nos falta. Y no somos únicamente nuestros errores y fracasos: somos lo que hemos aprendido a hacer con ellos.

Somos lo que nos apasiona, lo que nos motiva, lo mejor que podemos dar de nosotros. Y está bien recordarlo y tenerlo presente, para darnos a nosotros mismos el hueco que esta vorágine social a veces duda en hacer.

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El color de la Navidad

¡Qué bello es vivir! se pegó un importante batacazo en las taquillas cuando se estrenó en 1946, quedándose lejos de recaudar los casi 4 millones de dólares que costó. Las críticas a James Stewart fueron, algunas, feroces. Y eso que el pobre sudó la gota gorda rodando la película. Literalmente. La grabación de muchas escenas coincidió con una ola de calor extremo.

Su condición de clásico llegaría cuando la película empezó a emitirse en la televisión pública americana, ya libre de derechos. Colocarla año tras año en Nochebuena la terminó instaurando como parte del propio ritual navideño del 24 de diciembre norteamericano, junto a la decoración de la mesa o la entrega de regalos de Santa Claus.

Y así, cual cuento navideño, ¡Qué bello es vivir! permanece puntual a su cita en la televisión americana y, desde hace muchísimos años, en cadenas de todo el mundo, compartiendo protagonismo en la programación con otros clásicos navideños de nuevo cuño (Love Actually, Solo en casa, Vaya Santa Claus, Pesadilla antes de Navidad, Gremlins…).

Por supuesto, también en nuestra parrilla televisiva gracias a cadenas locales y a la bendita La 2 de Radio Televisión Española, las cuales la reemiten fielmente y con el doblaje de Jesús Puente, el mítico presentador tan popular en nuestro país en los años 90.

La tradición se mantiene, como no podía ser de otra manera, con sus añejos y melancólicos blanco y negro. ¡Qué bello es vivir! llegó a colorearse, pero el mismísimo James Stewart se personó en el congreso de EEUU, exigiendo que la película no se emitiese con aquellas paletas artificiales que se pusieron de moda en Hollywood para revitalizar viejos clásicos. Y su discurso caló de tal manera que la película dejó de emitirse coloreada. Un final digno de Capra.

Y una anécdota que resume a la perfección la misma esencia de la película: el valor de lo sencillo. ¡Qué bello es vivir! es un canto al optimismo, a la grandeza de la gente corriente. Y por eso es un clásico. Por su capacidad para hacernos volver a creer en que hay gente buena a cambio de nada.

Así que la próxima vez que oigas al cuñado de turno decir que ¡Qué bello es vivir! es un coñazo y que el blanco y negro es aburridísimo, cuéntale esta historia. Y explícale que el blanco y negro de ¡Qué bello es vivir! son también el color de la Navidad.

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Sergio Díaz
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