ANÁLISIS ONIMUSHA WARLORDS HD – Honor remasterizado
Uno de los juegos más notables de Capcom para las 128 bits regresa con escasas novedades, pero muy satisfactorias
Es difícil mantenerse objetivo con lanzamientos así, directos a la patata. El protagonista de Onimusha, Samanosuke, venía en la terna de juegos que acompañaron mi estreno en PlayStation2. Tardé bastante en hacerme con la consola y, después de meses de ahorro –exprimiendo mi juegoteca de PSX-, conseguí el pack de Gran Turismo 3 y varios títulos a precio rebajado, como Extermination y Baldur’s Gate.
El salto técnico me convenció desde el principio. Mi primera conclusión de la máquina fue que se había ganado mucho color y detalle en la puesta en escena.
En comparación al impacto de PlayStation respecto a la generación Mega Drive/Super Nintendo, las diferencias no eran –a priori- tan sustanciales; pero el dispositivo incluía un elemento que la haría tomar carrerilla rápidamente: era un reproductor DVD, para muchos el primero que tuvimos.
Bastaba un minuto enfrente para afirmar que un formato había finalizado su ciclo y otro sería su relevo: Braveheart en VHS fue al trastero junto al resto de películas, dejando sitio a los nuevos discos.
La comodidad de elegir capítulo y los extras (siempre he sido fan de los making of) eran la guinda de una tecnología que mejoraba drásticamente la imagen y el sonido.
Su grado de nitidez llamaba poderosamente la atención, y la capacidad de almacenamiento facilitaba la inclusión de las voces originales y los subtítulos, entre otras ventajas. Una vanguardia que no pasaba desapercibida en aquellos primeros juegos, donde las cinemáticas habían multiplicado exponencialmente su presencia y longitud.
El opening de Onimusha fue un buen ejemplo de ello: completamente apabullante para la época, nos situaba en plena batalla campal del ejército de Nobunaga, mientras nuestro héroe lidia con las huestes enemigas.
La CG, incluida en nuestro gameplay, ya no deslumbra como lo hizo en 2001, pero retiene su poderío artístico dieciocho años después. Lo mismo le sucede al resto del conjunto: la aventura de Samanosuke conserva unas sólidas bases que han aguantado el paso del tiempo sin tambalearse, aunque otras se hayan visto perjudicadas por la lógica evolución de su fórmula.
Onimusha heredaba a pies juntillas la mecánica de Resident Evil. Su productor, Keiji Inafune (padre de Megaman y responsable de otros títulos sobresalientes como Dead Rising o Lost Planet) también financió esta odisea en el Japón feudal, imitando milimétricamente las directrices del mítico survival horror.
La secuencia inicial nos pone en situación: Nobunaga –por cierto, personaje real del s. XVI apodado “rey demonio del sexto cielo”- cae en combate para reaparecer momentos después.
Su pacto con entes oscuros le garantiza la inmortalidad, pero debe ofrecer un sacrificio a cambio para mantenerla: la princesa Yuki. Por suerte, ahí estarán para liberarla Samanosuke y su sentido del honor.
El samurái no acudirá solo: el clan Oni le entregará un guantelete mágico con el que absorber las almas corruptas del ejército de Nobunaga. Y con esos orbes, iremos mejorando la fuerza y potencia de sus katanas, embrujadas con hechizos de fuego, rayo y viento.
Onimusha guardaba las distancias con Biohazard en el fondo, pero no en las formas: apostando inequívocamente por el Hack & Slash más vibrante, su desarrollo discurría por templos y pagodas rebosantes de secretos, trampas y pequeños rompecabezas, a imagen y semejanza de la mansión Spencer.
Samurai Evil
Los paralelismos eran demasiados como para obviarlos. Si Jill y Chris tenían puzles en forma de emblemas y huecos donde intercambiarlos, nuestro ronin también; si los progresos se guardaban en estancias específicas, aquí igual –prescindiendo de los carretes de tinta-; y si una puerta permanecía cerrada al comienzo de la aventura, al final se desbloqueaba interconectando zonas que facilitaban el backtracking.
Las similitudes proseguían con secciones donde se controla a un personaje secundario (como sucedía con Sherry Birkin), trampas que activan contrarrelojes (el techo con pinchos de Jill se sustituye por una pileta) y enemigos insistentes que se presentarán repetidas ocasiones (Marcellus hace las funciones de Tyrant), por no citar la más explícita: el sistema de cámaras fijas con fondos pre-renderizados.
En definitiva, el diseño de Onimusha arriesgaba poco y se apoyaba en una estructura que ya había demostrado ser del gusto del público.
Con esa certeza, planteó un enfoque opuesto a Biohazard y muy similar al cambio de rumbo que introdujo en Dino Crisis 2: las limitaciones de inventario, munición o progresión del personaje se reemplazaban por un desarrollo ágil, estimulando el farmeo para mejorar nuestras habilidades y la caza de enemigos, en lugar de rehusarlos.
De esta forma, el factor angustia que realzaba el concepto survival horror desaparecía: con Samanosuke nunca nos sentíamos indefensos o en desventaja.
El arma principal era de uso ilimitado y sus parámetros se recargaban (y mejoraban) con cada monstruo liquidado, de los que emanaban tanto las esferas de poder mágico como energía vital, lo cual no nos hacía tan dependientes de los ítems curativos (que aquí, por cierto, también son hierbas).
El resultado, por lo tanto, suprimía el miedo (aún no me explico cómo cierta prensa calificaba el juego de “survival horror en toda regla”) al transformarnos en justamente lo contrario a los protagonistas de Resident Evil: no éramos supervivientes con unos recursos mínimos, sino héroes con una misión que cumplir.
Al dotarnos de estas cualidades, Capcom también rebajaba la dificultad general: Onimusha no es excesivamente largo (mi primera vuelta por el remaster me ha durado seis horas exactas), pero rara vez aparece el Game Over, y si ocurre, será por las secciones de trampas y no por los combates.
En compensación tenemos el minijuego de los Espíritus Oni, consistente en recuperar las almas encerradas en vasijas a lo largo de doce niveles, así como una cantidad significativa de coleccionables a lo largo de la aventura, en forma de fluoritas y textos que aportan detalles argumentales -algo también extraído de las franquicias Resident Evil y Dino Crisis-; de igual modo, contamos con una “dimensión oscura”, que no es más que una sucesión de veinte oleadas de enemigos.
Curiosamente, los secretos están relacionados entre sí, de tal forma que el minijuego Oni sólo será accesible al reunir las veinte fluoritas, de las cuales hay tres en los niveles superiores de Dark Realm; y éste, a su vez, esconde una ocarina tras el último escenario, con la que desbloquearemos un área oculta antes del jefe final…
Son añadidos que enriquecen el total, aunque a duras penas maquillan la brevedad de la aventura. Quizá estemos mal acostumbrados a los actuales mapas enormes con cientos de coleccionables, porque Onimusha se hace especialmente corto a día de hoy.
También es cierto que sus secuelas corrigieron este defecto, como también que esta primera entrega ahorra la repetición de tramos y caer en la monotonía. ¿Samanosuke trae de vuelta el debate de que muchos juegos hinchan la duración innecesariamente?
No estaría mal reformular determinados esquemas modernos que abusan del corre-ve-y-dile, por mucho caballo con el que quieran camuflarlo (hola, familia Marston); pero, como todo debate, tiene difícil respuesta porque nunca llueve a gusto de todos.
Donde peor puede defenderse es en el precio: es incuestionable que un título más largo –aunque sea abusando de misiones repetitivas- justifica mejor la inversión en él.
Es complicado recomendar sin reservas este remaster, al cobrar 20 € por unas novedades mínimas que a muchos les parecerán insuficientes y, a otros, las justas.
Orquesta para un ronin
Los principales cambios introducidos son el estreno de la traducción a español y del control adaptado a los cánones modernos. Se abandona el manejo clásico, terriblemente ortopédico e incómodo por uno estándar de hoy (tuvimos mérito jugando hace veinte años así), basado en la palanca analógica.
Personalmente no lo he terminado de encontrar pulido del todo, aunque parte de la culpa sea del sistema de ángulos predeterminados: en ciertas ocasiones, el personaje irá en una dirección contraria a la que queremos ir cuando cambia la perspectiva.
Además de la posibilidad de escoger entre voces en japonés o en inglés (manteniéndose el poco inspirado doblaje americano) y el ratio de la pantalla, la remasterización de Onimusha se completa con un llamativo lavado de cara audiovisual (a 1080p-4k y 60 fps), convirtiéndose en el principal valor de la reedición.
El trabajo realizado en el apartado gráfico es francamente satisfactorio; no arregla los problemas del original, como la desincronización labial en las partes narrativas ni la ausencia de expresividad de los rostros, pero al menos redondea las formas, suaviza los elementos 3D y hace más natural la integración de estos con el escenario.
Los encuadres de las pagodas a la luz de la luna o las impresionantes estatuas que presiden los altares lucen más espectaculares que nunca, resaltando el magnífico trabajo artístico que realizara Capcom hace casi veinte años.
Desde luego, buena parte del éxito de estas producciones, como Ninja Gaiden, Tenchu, Way of the Samurai, Otogi o Blood Will Tell, se debe al exotismo de su folklore, tan atractivo para los occidentales. Y Onimusha atrapa con sus juegos de luces y sombras, colores vivos y dioses extraños; una mitología infalible como reclamo estético.
La música, la otra gran beneficiada de esta puesta a punto, también ayuda en la elaboración de esa atmósfera mística, repleta de ánimas de soldados vagando junto a los estanques y dragones decorando los biombos.
Las piezas originales de Mamoru Samuragochi, una vez descubierto el fraude que consternó a la industria japonesa (el verdadero autor de la mayoría de su obra fue Takashi Niigaki) se han modificado y arreglado bajo la batuta de Rei Kondoh, alternando segmentos más pausados para los pasajes de rompecabezas (al estilo de la mansión de Biohazard), con otros completamente épicos y solemnes.
Las melodías de Kaede o los títulos de crédito, por ejemplo, son magistrales y dignas del mejor cine de aventuras, manteniendo las connotaciones orientales a través de los genuinos kotos y bachis.
La reinterpretación orquestal de las partituras es fabulosa y cierra las tareas de la remasterización, que por desgracia prescinde de añadidos como galerías de imágenes, gramola, nuevos atuendos o el tan actual Modo Foto.
En resumen, Capcom no ha tirado la casa por la ventana ni mucho menos. La ley del mínimo esfuerzo se pone, otra vez, al servicio de un producto que cautivó a los aficionados hace casi dos décadas; por el camino han surgido apuestas de temática similar, como NiOh (Tecmo, 2017) o Sekiro (From Software, 2019), pero es obvio que la antigüedad de Onimusha le hace jugar en otra liga.
No peor; sencillamente, Samanosuke está atado al contexto de PlayStation2 y cualquier comparativa desde la etapa actual sería injusta.
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