Origen y consecuencia de las conductas ludópatas
Sergio Díaz
@Sergio_SSDDCC
Son muchas las polémicas en las que el videojuego se ha visto involucrado prácticamente desde sus orígenes.
Su progresiva consolidación entre las preferencias mayoritarias del público, hasta llegar a superar los ingresos de otros entretenimientos tradicionales, como los números del cine y la música juntos, le ha ayudado a invalidar prejuicios entre los consumidores, pero no del todo.
Periódicamente se le relaciona, por ejemplo, con algún episodio de la crónica negra, responsabilizándolo en buena medida de determinados crímenes y homicidios. Y la desinformación, asegura el éxito del sensacionalismo en una sociedad bastante propensa a no contrastar opiniones ni datos (con casos tan extremos como absurdos de gente inyectándose lejía contra el Covid-19).
Prueba de ello son la cobertura dada a ciertos sucesos trágicos. Por ejemplo, este pasado abril se cumplían justo 20 años del asesinato conocido como “crimen de la katana” en Murcia, donde la prensa situó en el punto de mira desde el comienzo a Final Fantasy VIII.
Que el homicida llevara un peinado similar al de Squall Leonhart y jugase al rpg de Squaresoft fueron pruebas más que suficientes para aseverar que el videojuego en cuestión había “forzado y desencadenado” el terrible crimen.
Aún prescindiendo de cuestiones morales como la falta de tacto para con las víctimas, el espectáculo mediático montado en torno a ellas dejaba pocas dudas sobre lo rentable que es la combinación “morbo + ignorancia”, ofreciendo portadas de periódicos, debates hasta altas horas de la madrugada en todas las cadenas de radio y tv, y especiales “informativos” a una audiencia masiva.
Una completa carnicería que empujó a asociaciones de padres a solicitar que profesores y tutores dieran charlas en los colegios de todo el país avisando de los “graves peligros de jugar videojuegos”.
Esta profunda campaña de desprestigio no era muy diferente de la que tenía lugar desde hacía un año en EEUU; la matanza en la Universidad de Columbine en 1999 buscó todo tipo de responsables, siendo el blanco más fácil el videojuego Doom, por entonces un auténtico fenómeno de ventas. Lo mismo ocurriría años después con un crimen en Alabama, en el que se vinculó el asesinato de tres policías con el abuso de Grand Theft Auto.
Este último suceso fue el eje de uno de los análisis más polémicos contra la industria del entretenimiento interactivo: el 6/3/2005 la cadena CBS emitía un reportaje en el magazine 60 Minutes plagado de testimonios y juicios sesgados que aseveraban que existía una fuerte correlación entre videojuegos y violencia, lo que hizo correr ríos y ríos de tinta.
El Tío Sam, mientras limpiaba sus estupendos rifles, nos volvía a dejar claro que un videojuego tenía que ser malo y perjudicial porque sí, aunque la ciencia, a fecha de 2020, siga sin encontrar pruebas científicas que corroboren que el ocio interactivo genere por sí mismo conductas violentas y agresivas.
Pero ¿y adictivas? ¿Jugar videojuegos no termina provocando que el usuario se enganche?
El cerebro gamer
Los videojuegos están diseñados para que queramos seguir jugando, a través del establecimiento de metas (llegar al final de un nivel, vencer a un determinado monstruo, resolver unos rompecabezas), la superación de marcas propias o ajenas (como un récord de velocidad en un juego de coches), la narración de eventos (concluir una historia) o desafíos de habilidad intelectual o física (repetir con la mayor precisión posible una coreografía en Just Dance o encajar en el menor tiempo posible las fichas de Tetris).
Una de las observaciones que tradicionalmente ha levantado más suspicacias es el grado de abstracción que puede llegar a generar durante el tiempo de juego. Que echar una partida cause un mayor nivel de ensimismamiento que oír música o ver una película es, simplemente, debido a la complejidad de proceso de las tareas involucradas: hay una intensa estimulación de circuitos cerebrales muy potentes y sofisticados.
Entre los más destacables, encontramos las zonas del córtex premotor (relacionada con la voluntad y las decisiones), la corteza somatosensorial primaria (implicada en el reconocimiento de emociones), el neocórtex (nuestra parte más consciente, donde se procesan las representaciones intelectuales más complejas) y el sistema límbico de una forma muy similar a como lo hace la música, lo que es muy llamativo por avivar las emociones.
El carácter interactivo del videojuego, donde participa la coordinación visual-motora y se implican más áreas cerebrales que otras actividades lúdicas como la lectura (por la presencia de música integrada) o el cine (de nuestras acciones depende que los acontecimientos tengan lugar) lo transforman en una experiencia formidablemente compleja, con numerosas ventajas para el usuario ya científicamente demostradas.
Las hay de todo tipo, desde las motrices (por esa coordinación entre lo que se ve y lo que se ejecuta) hasta las psicológicas, que incluirían la rebaja de estrés, enriquecer las habilidades de socialización, la pérdida de estereotipos y prejuicios al contactar con otras expresiones y formas culturales, tolerancia a la frustración, más capacidades resolutivas al estimular la toma de decisiones, la mejora de la comprensión lectora y la atención dividida, y, algo especialmente positivo para la adquisición y perfeccionamiento de recursos emocionales: se fomenta la imaginación y la creatividad (Steven Berlin Johnson, 2005).
Pero, volviendo a la pregunta del millón, ¿jugar videojuegos causa adicción a ellos?
¿Qué ocurre con ese deseo de querer seguir jugando? ¿Los videojuegos son promotores de conductas patológicas? La cuestión tiene miga porque esconde trampa, así que vamos a responder paso a paso con análisis científicos.
Desencadenantes de una adicción
Según estudios recientes, la adicción al juego afecta al 4% de la población; esto quiere decir que 96 de cada 100 personas participan en las carreras de Mario Kart Tour, o entran a un casino a disfrutar de una partida de póker, entendiendo que unas veces se gana y otras, se pierde.
No experimentan la necesidad de intentarlo una y otra vez hasta el punto de que repercuta en aspectos personales básicos y cotidianos, como la higiene, saltarse comidas o las obligaciones laborales; en estos casos patológicos, hay un fuerte desequilibrio emocional que ya se arrastraba antes de la adicción y se ha agudizado con su presencia.
Uno de los mayores expertos en inteligencia emocional definía a las emociones como “los mecanismos que nos relacionan con el mundo” (Lazarus, 1991), de manera que, cuando no están regularizadas y presentan disfunciones, episodios graves de ira, desafecto o frustración generarían pautas autodestructivas.
Mientras que los individuos equilibrados emocionalmente realizarán diferentes reevaluaciones cognitivas (gastando su energía en buscar soluciones a los conflictos y contratiempos surgidos, tomando perspectiva al recibir otras valoraciones de gente de confianza, practicando deporte para relajarse, o eliminando el trato con la fuente de toxicidad/malestar), por el contrario, cuando hay graves irregularidades anímicas, y faltan habilidades para controlar reacciones emocionales adversas, se puede incurrir en hábitos nocivos como vías de escape, entre las cuales localizamos el centro de esta exposición, el juego (en general).
Esto se debe a que las emociones negativas fabrican abundantes catecolaminas (Ely y Mostardi, 1986), unos neurotransmisores cuyos efectos fisiológicos (aumento de la presión arterial, exceso de sudoración, sequedad en las mucosas, visión borrosa, palpitaciones, mareos) se trasladan al plano emocional en forma de mucho malestar, preocupación e intranquilidad en el sujeto, que busca “distracciones” con las que suavizarlas.
Está científicamente comprobado que la salud anímica repercute en la física, tanto en positivo (reforzando el sistema inmunológico, por ejemplo) y, como adelantábamos, también en sentido negativo, destacando una mayor frecuencia de episodios de estrés y ansiedad (Russell y Cutrona, 1991), apatía y sedentarismo -derivando en sobrepeso y obesidad-, tabaquismo y la adquisición de hábitos tan perjudiciales como el alcoholismo, la drogodependencia o la adicción al juego (Erfurt, 1991).
La polémica en torno a la Organización Mundial de la Salud, al declarar oficialmente la adicción a videojuegos como trastorno mental, es más un beneficio que un ataque al sector, al exponer cuáles son los síntomas que indican un uso perjudicial del consumidor y cómo prevenirlo.
Pero hay que distinguir juego de azar de videojuegos.
La entrada de los juegos de azar en los videojuegos ha generado un estado de confusión en torno a estos últimos: la realidad es que a día de hoy no hay pruebas científicas que verifiquen la capacidad de ocasionar, por sí mismos, una dependencia en el videojugador.
Sí existe el reconocimiento de que las irregularidades a la hora de procesar emociones negativas pueden provocar que el usuario conceda al videojuego un lugar prioritario, obsesivo, para llenar el hueco de carencias o deformaciones emocionales; pero esa sustitución es un recurso psicológico idéntico al subyacente en otras adicciones, como la vigorexia, o las compras y las comidas compulsivas. Esto es: no ejercen de desencadenante, sino de agravante.
La misma OMS ha recomendado su consumo durante la histórica pandemia de este 2020, precisamente para preservar la salud mental. E, igualmente, uno de los expertos del organismo, Vladimir Poznyak, ha declarado que dicha inclusión como trastorno obedece más al volumen creciente de adictos a los juegos online que a evidencias reales sobre los efectos negativos del videojuego (en general) sobre los usuarios.
Así que, en resumen y en base a lo que dice la ciencia, un videojuego per sé no provoca adicción: únicamente aquellos que son en realidad juegos de azar adaptados al formato digital, pues desvirtúan la experiencia gamer al convertirla en una apuesta.
Esto es precisamente lo que ocurre con un fenómeno que va al alza en los últimos años: los videojuegos que giran en torno a las loot boxes o cajas de botín. Estas consisten en unas recompensas disponibles previo pago con moneda real o virtual (es decir, inventada por el propio juego), donde el premio (un objeto o una ventaja temporal durante la partida sobre el resto de usuarios) se concede aleatoriamente. Exactamente igual que las tragaperras o la ruleta.
Los juegos de azar y sus efectos en la conducta
Reanudando las conclusiones previas, un individuo con enormes disfunciones emocionales, en pleno trance de episodios de fortísimo estrés (como pueden serlo un pésimo rendimiento escolar, una traumática ruptura sentimental o graves problemas laborales), intentaría calmar su angustia a través de patrones erróneos, al ser incapaz de gestionar su estado anímico.
En ese contexto, el juego de azar ha ido ganando desgraciadamente peldaños en los últimos tiempos, dada la facilidad de acceso, su amplia presencia en todo tipo de medios y dispositivos (móviles, tabletas, ordenadores, consolas) y las comodidades ofrecidas para pagar.
Pero, si ha sucedido eso mismo con la oferta de ocio digital (tenemos más suscripciones que nunca a servicios de series, música y películas) y no se efectúa un consumo patológico similar, cabría preguntarse la siguiente cuestión: ¿por qué generan tantísimo dinero los juegos de azar?
Sólo las cajas de botín ya facturan 20 000 millones más que la suma de música y cine: ¿qué tienen para enganchar? La respuesta es una convergencia de factores que resulta francamente interesante de desmenuzar, empezando por las conductas asociadas a un consumo ordinario.
Estas cajas de botín originan unas pautas idénticas a las de una tragaperras, al compartir las dos lo impredecible del resultado. Existen numerosas y contrastadas investigaciones en torno a este tema y la disposición de estas máquinas para conseguir que el usuario quiera seguir probando suerte.
Una de las más curiosas y popularizadas es la que realizó el psicólogo B. F. Skinner allá por los años 50; el científico enseñó a varias palomas a empujar unas palancas en cajas separadas entre sí, introduciendo en cada una de ellas efectos distintos. En una, siempre se obtenía alpiste; en otra, nunca; en la tercera, unas veces sí y otras, no. En los dos primeros casos, las palomas perdían el interés pronto pero en la de premio aleatorio, insistían una y otra vez.
Incontables estudios posteriores en la población han refrendado que, en un sistema de recompensa variable, el comportamiento ejecutado para tratar de obtenerla se repite y se extiende en el tiempo tanto como sea posible.
Hay una amplia documentación muy detallada sobre la adicción a las tragaperras, desarrollada por la APA (Asociación Americana de Psicología) sobre todo en la década de los 80, que recoge cómo los sujetos más vulnerables emocionalmente caen fácilmente en estos sistemas de recompensa.
En la inmensa mayoría de casos, el premio material era lo de menos: el sujeto estaba tan anulado anímicamente, con carencias tan graves en su autoestima y su concepto de sí mismo, que necesitaba obtener jackpots para sentirse “especial”, menos fracasado.
El simple sonido de los rodillos girando o la moneda cayendo por la ranura ya les excitaba y les consolaba, normalizando una situación tan, tan dramática que llegaban al punto de considerar las tragaperras como lo único a lo que encontrarle sentido.
Curiosamente, estas conclusiones han vuelto al primer plano de la actualidad debido al boom de las redes sociales; para una de las mayores expertas a nivel mundial en este terreno con abundantes investigaciones científicas publicadas, la psicóloga Jean Twenge, es justamente la combinación de aleatoriedad y disfunciones emocionales el origen de la creciente adicción a las redes. Los ‘me gusta’ recibidos por un usuario en Twitter o Instagram son una variable imprevisible y en esa impredecibilidad se localiza un poderoso gancho para captar la atención: ver precisamente cuánta hemos recibido.
En un sujeto con graves problemas para relacionarse con los demás y la autoestima situada en los límites por exceso (egocentrismo, narcisismo) o defecto (mala imagen de sí mismos, inseguridad, dependencia, indecisión, tendencia a pensamientos negativos y catastrofistas) los likes harían las veces de termómetro social: cuantos más, más valorado, más realizado y más conectado se sentirá.
De este modo, entrar en su cuenta sería como jugar a la tragaperras (“a ver cuántos ‘me gusta’ me he llevado esta vez, muchos o pocos”) y degeneraría, exactamente como en los citados estudios de la APA, en conductas patológicas dependientes del azar (“espero que el próximo story o tweet me deje muchos ‘me gusta’).
Su creciente demanda de atención propiciaría una exposición cada vez más repetitiva y más íntima, inundando a los followers de mensajes constantes, muchos del tipo “me duele la cabeza”, “ya me he levantado, y vosotros ¿cuándo?”, “¿y si os saludo otra vez esta mañana?”, “¿me voy una hora y me escribís cosas bonitas para que sepa que me echáis de menos?”; algunos hasta llegan a hacer chantajes emocionales a sus seguidores, con continuos amagos de cerrarse el perfil, para recibir el correspondiente baño de likes (y de atención que nadie les ofrece en su vida real). Pero no lo harán por la misma necesidad patológica del adicto a las tragaperras: no tanto lograr muchos me gusta o el jackpot, sino recibir un chute de atención a su maltrecha autoestima.
Así pues, y reconectando con los juegos de azar, si nos retrotraemos a los problemas de autorregulación planteados unas líneas atrás, los individuos con déficits, o una pésima gestión de sus emociones, percibirán los premios aleatorios como el único alivio a un estado anímico marcado por la aflicción y la hostilidad, de manera que necesitan intentar ganar a la ruleta o a los dados para experimentar estímulos emocionales reconfortantes. Una pauta que, inevitablemente, es extensible a las loot boxes.
Visto desde fuera nos parece inverosímil derrumbarse en algo tan absurdo como invertir horas y auténticos capitales en items para un simple videojuego, pero la mente, en plenos trances de sufrimiento y estrés, es muy retorcida a la hora de procurar un “oasis” a ese calvario. Por ello, exactamente igual que con otras adicciones, no es un problema a juzgar despectivamente, ridiculizar ni infravalorar.
La dopamina de la anticipación
Cuando a un individuo se le plantea una recompensa variable, elabora unas expectativas que incitan a volver a intentarlo, ya sea porque no ha obtenido premio, le ha parecido decepcionante y aspira otro mejor, o bien porque fuese muy suculento y quiera repetir. Pero detrás de esa determinación, existe una reacción química derivada del cálculo de probabilidades que conlleva apostar.
Si los videojuegos impulsan circuitos neurológicos de enorme calado, los juegos de azar todavía más. Cuando el cerebro “juega a adivinar” un resultado, activa en paralelo los sistemas de riesgo-recompensa: sopesa lo que gana y lo que pierde, y actúa en función de su razonamiento.
Dentro de esa toma de decisión, la ciencia ha descubierto un factor fundamental para entender las dinámicas de la ludopatía: realmente la valoración de lo que se gana o pierde no se hace simultáneamente, sino en tiempos distintos. La activación asociada a la recompensa se procesa de forma inmediata, mientras que la activación asociada al riesgo llega con posterioridad, dejando un margen más que suficiente para que aparezca el impulso de seguir intentando ganar.
Este impulso viene determinado por una sustancia denominada dopamina, que participa de los procesos de atención, aprendizaje y lo primordial para analizar la adicción: la motivación. Si el jugador considera que pierde poco por intentarlo otra vez ¿por qué no hacerlo si puede ganar un suculento premio?
Cada vez que el sujeto arranca la apuesta, el deseo de obtener el jackpot se visualiza inconscientemente mientras la dopamina activa esas previsiones de “¿qué voy a ganar?” y, a continuación, “¿qué voy a perder?”.
A más veces que se ejecute esa acción, más dopamina habrá segregada y más tardará en llegar el riesgo sobre la recompensa: la impulsividad y la desinhibición predominarán en la voluntad del individuo, que cada vez ejecuta con más rapidez la orden interna de seguir intentándolo; de este modo, dependerá de su capacidad a la hora de autoimponerse límites para decir Game Over. Y, en consecuencia, nos colocamos otra vez tras la pista del equilibrio emocional y los modelos adecuados de autorregulación.
La necesidad del marco legal
La ciencia admite que alguien esté predispuesto biológicamente a ser adicto a algo por disfunciones naturales en el córtex prefrontal (donde se procesan la reflexión y las consecuencias de nuestros actos), pero el porcentaje de casos es extraordinariamente bajo, lo que apunta a esa inmadurez psicológica como el brazo ejecutor de la insistencia en tomar riesgos (perder en la tragaperras), a pesar de las consecuencias negativas (la paulatina pérdida de dinero).
Pero dicha capacidad de entender que, por estadística se va a perder muchas más veces que ganar, no sólo está mitigada en los individuos con mala gestión anímica, también ocurre en sujetos sin los recursos cognitivos que otorga la madurez y el adecuado desarrollo psicológico.
Hay que tener en cuenta que todos nosotros aprendemos nuestras pautas mediante lo que en Psicología denominamos “procesos vicarios”: es decir, asimilamos estándares por observación. Esto significa que todo individuo asume un canon a través de agentes sociales directos (la familia, el entorno cercano) e indirectos (el grupo externo, en el que se incluyen medios de comunicación, instituciones y elementos socioculturales), de forma que la educación contaría con un peso fundamental para la composición de sujetos equilibrados (Solís, 2002).
Esto no es incompatible con que un chaval de 14 años pueda ser perfectamente mucho más maduro que un adulto de 24, porque su trayectoria vital le haya obligado a serlo; pero, por lo general, y atendiendo a los rasgos psicológicos generalizados de cualquier grupo social, la edad juega un papel muy importante en la adquisición de patrones.
Así, las capacidades resolutivas crecen conforme más edad y bagaje presente el individuo, por una natural recopilación de conocimientos y la consecuente variedad de herramientas psicológicas asimiladas.
Por consiguiente, los más jóvenes presentarían menos capacidad para autoimponerse límites, sopesar la carga negativa de ciertas acciones o asumir las consecuencias de su propia irresponsabilidad, lo que urge que, ante modelos de negocio como las cajas de botín, estén tan amparados como sea posible por leyes rigurosas y proteccionistas.
La inducción del marketing
Un contundente marco legal no sólo es imprescindible para proteger a los consumidores más vulnerables y a los más jóvenes: también beneficiaría a la industria del videojuego por el bien de su propia transparencia.
Una de las principales causas de que las loot boxes generen tantos ingresos a las compañías es que pueden llegar a comprarse sin el conocimiento y/o el consentimiento de los padres.
Las facilidades para pagar (a golpe de click) y la falta de un sentido de responsabilidad desarrollado en los más pequeños provocan que muchos progenitores se enteren, cuando ya lo han cobrado, de que el crío ha gastado un auténtico dineral.
Es cierto que unos padres descuidados pueden pasar por alto qué instalan sus hijos en las tabletas y móviles que les compran, pero también lo es que muchos títulos etiquetados como free-to-play (es decir, se descargan sin tener que pagar por ello) maquillan y ocultan bastante bien la información de que en su interior hay contenido de pago. Algo que podría corregirse con una regularización legal más severa.
Mientras llega, los agentes sociales que antes comentábamos tendrán la responsabilidad de velar por los intereses de los más vulnerables, lo cual supone inculcar valores y habilidades que fomenten un desarrollo sano y equilibrado, así como la exposición a materiales aptos a su edad, pues no hay que olvidar que numerosos canales de youtubers, streamings, etc., integran las loot boxes como reclamo para sus seguidores.
Estas medidas de protección no pueden ni deben confundirse con la pérdida de libertades para los consumidores o creadores de contenido; realmente, cuando el usuario compra desde el conocimiento y mide el gasto responsablemente, no hay nada ilícito ni patológico en esa conducta, y entraríamos en las decisiones particulares de cada individuo.
Pero, para empezar, comprar una caja de botín no garantiza premio y, además, por sus circunstancias de madurez o equilibrio psicológico, no todos los usuarios están capacitados para gestionar esas decisiones de gasto con garantías; así pues, es una obligación moral de la sociedad el compromiso de preservar a los más frágiles.
Especialmente ante las agresivas estrategias de márketing que rodean a las loot boxes y también a los micropagos: las editoras analizan a conciencia las preferencias de los usuarios (personaje más veces seleccionado, modo de juego más disputado, etc.), para ofrecerles contenidos de su gusto, de modo que es fácil, de entrada, captar su atención; a fin de cuentas participan de algo que les gusta, y esos extras les resultan atractivos al valorarlos como nuevos alicientes a la diversión.
Los ítems y ventajas presentados se venden a todo tipo de precios, algunos tan sugerentes como 1 €, y otros por cantidades desorbitadas. Aquí se ponen en marcha los citados mecanismos de riesgo-recompensa: en el primer caso, la cantidad es sumamente módica y el gasto, muy asumible (“no pasa nada si pierdo un poco de dinero en las lootboxes porque el juego me ha salido gratis”).
En el terreno de los micropagos, el razonamiento común también es el mismo; hay una percepción de que el gasto está amortizado de antemano por no haber desembolsado nada por el juego. Al ofrecérsele ítems que, previamente, se ha estudiado que serán de su agrado, la sugerencia se hace más difícil de resistir: para el circuito riesgo-recompensa generado por la actividad lúdica, hay una obvia compensación.
Estos planteamientos tan similares a las ya citadas tragaperras rizan el rizo con la creación de coleccionables: las empresas elaboran series de ítems para customizar y personalizar los avatares de los personajes (por ejemplo, una serie de prendas de vestir, armas, accesorios), brindando un incentivo nada desdeñable al convencer al usuario de que su alter ego virtual será totalmente único e identificable en la comunidad.
Se teje, así, un estímulo muy poderoso entre los jugadores muy competitivos y los de baja autoestima, puesto que encuentran en esa personalización una vía de destacar, recibiendo la atención que no saben reclamar a su entorno directo por los canales de la autorregulación positiva.
Y, cuando los haya comprado o conseguido todos, la editora confeccionará otra tanda de coleccionables con cualquier pretexto (temporada nueva, Halloween, edición limitada, etc.), volviendo a iniciarse el círculo vicioso. Sobra decir que, a más exclusivos, más costosos serán los objetos y ventajas, y, en consecuencia, más excitante para estos perfiles.
Pero, como si toda esta mercadotecnia no fuese de por sí lo bastante eficaz, aún existen formas más provocativas de engordar el cebo: ofrecer esos apetitosos ítems en dos formatos, la moneda virtual del propio juego y la real, mostrando en una comparativa directa los requisitos de un modo de pago y de otro.
Cuando el usuario observa que para conseguir lo mismo ha de invertir horas y horas en la primera opción, o lograrlo instantáneamente por una cantidad muy reducida en la segunda, el circuito riesgo-recompensa se accionará, volviendo a hacer de las suyas.
Por lo tanto, esa fortísima inducción al gasto, cuando estamos hablando además de que hay menores entre los usuarios, exige ser regulada lo antes posible porque traspasa los límites no sólo éticos, sino legales: si un niño no pueden entrar a un casino, ¿qué sentido tiene permitirles apostar en una caja de botín?
Cuanta más desinformación y más vacíos legales existan, menos conciencia habrá de los peligros que implica apostar y más fácilmente se instaurarán hábitos de riesgo, algo nada trivial por ser la puerta a problemas tan dramáticos como la ludopatía, causante de gastos sistemáticos y desenfrenados, constante insatisfacción pese al volumen de compras, pérdida de interés en otras actividades que antes sí resultaban producentes, cambios bruscos de humor cuando se debe abandonar el juego y pasar a otra tarea y, en última instancia, una profunda obsesión donde se pierde el control de recursos económicos y psicológicos (derivando en graves problemas laborales o el abandono escolar).
El asunto es lo suficientemente delicado como para abordarlo con seriedad y rigurosidad, sin mezclarlo con otros términos o pasatiempos. El presente artículo no pretende demonizar a los adultos que jueguen a las apuestas, sino apelar a la responsabilidad, a la conciencia social e informar, lo que supone separar videojuegos de juegos de azar digitales.
Después de todo, la información, la transparencia y el conocimiento son la única apuesta segura.
4 comentarios en “Los videojuegos y los límites de la adicción – Un repaso a los últimos estudios científicos sobre su causalidad y relación”
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